Saturday, December 20, 2025

La democracia que viene

La democracia que viene

Javier Treviño

@javier_trevino

Una de las tesis centrales de mi libro Silos, celos y círculos íntimos es que México no podrá resolver sus grandes desafíos sin una renovación profunda de su cultura política. No hablo sólo de instituciones, leyes o reformas administrativas. Hablo de algo más elemental: la relación que tenemos con la democracia, con la participación pública, con la idea misma de lo colectivo. Y entre todos los actores que están redefiniendo esa relación, uno destaca con particular fuerza: los jóvenes.

El futuro de la democracia mexicana no puede entenderse sin las nuevas generaciones. No es una frase hecha, ni un homenaje fácil al potencial juvenil. Es una constatación empírica: la estructura demográfica, los patrones de participación, los hábitos tecnológicos y la percepción social del poder están cambiando rápidamente. Y esos cambios obligan a replantear cómo se gobierna, cómo se comunica y cómo se construye legitimidad en el siglo XXI.

La distancia emocional entre jóvenes y política

Una de las paradojas más inquietantes de nuestro tiempo es que los jóvenes son, simultáneamente, el grupo más informado y el más desencantado de la democracia. No se trata de apatía, sino de exigencia. Como señala Pippa Norris, en su análisis sobre el “déficit democrático”, las nuevas generaciones no rechazan la democracia; rechazan su versión degradada: lenta, opaca, capturada por intereses y sin mecanismos reales de escucha.

Los datos lo confirman. Desde el Latinobarómetro hasta el Pew Research Center, documentan un fenómeno creciente: los jóvenes creen en la democracia como valor, pero no creen en las instituciones que deberían representarla. La promesa democrática se siente incumplida. La distancia entre el discurso público y la realidad cotidiana —desigualdad, informalidad, precariedad laboral, inseguridad— erosiona la confianza.

De ahí la pregunta central: ¿Cómo se reconstruye una democracia cuando las generaciones que deberían renovarla ya no confían en ella? La respuesta no puede ser paternalista ni defensiva. La clase política suele repetir que los jóvenes “no entienden”, que “no participan”, que “no les interesa”. 

Pero cuando uno observa el activismo climático, el crecimiento del voluntariado digital, las comunidades tecnológicas, los movimientos feministas o las redes de participación cultural, queda claro que los jóvenes sí participan, solo que participan en otros espacios, con otras reglas y con otras expectativas. Lo que no aceptan —y con razón— es la política tradicional: jerárquica, lenta, simbólicamente distante, encerrada en sus propios rituales y desentendida de los problemas reales.

La democracia en tensión: polarización, desinformación y el colapso de la conversación pública

Mi libro insiste en un punto que hoy atraviesa todas las democracias del mundo: la erosión del debate público. La política dejó de ser un intercambio racional de argumentos, y se convirtió en un choque permanente de identidades, agravado por tres fuerzas corrosivas: 

1) La polarización, que convierte al adversario en enemigo. 

2) La desinformación, que fragmenta la verdad en miles de relatos incompatibles. 

3) Las plataformas digitales, que premian la rabia, la velocidad y la simplificación.

La RAND Corporation lo llamó “Truth Decay”: la decadencia de la verdad como valor social. No es solo un fenómeno estadounidense; es global. En México lo vemos cada día: burbujas informativas, teorías conspirativas, campañas de odio, influencers que sustituyen a expertos y emociones que sustituyen a los hechos.

Los jóvenes han crecido dentro de ese flujo caótico, y han aprendido a desconfiar instintivamente de cualquier voz institucional. Para muchos de ellos, la democracia no es un sistema de representación, sino un campo de batalla narrativa donde gana quien grita más fuerte. ¿Cómo construir ciudadanía en este entorno?

La tecnología: aliada, amenaza y territorio de disputa

La tecnología es indispensable para entender el futuro democrático. Los jóvenes se mueven con naturalidad en entornos digitales hiperconectados, donde la información está disponible a una velocidad inédita. Pero esa misma tecnología crea dilemas profundos:

La atención es más frágil.

Las discusiones son más cortas y más emocionales.

Los algoritmos amplifican sesgos y extremismos.

La cultura del “scroll” dificulta el pensamiento crítico.

La privacidad se erosiona.

Y ahora llega la inteligencia artificial, que no solo transforma industrias, sino que redefine cómo se forma opinión pública. La IA puede informar, pero también puede manipular; puede empoderar a los ciudadanos, pero también puede vigilarlos; puede amplificar voces, pero también puede crear ejércitos de falsificaciones perfectas.

Lo advertía Yuval Noah Harari: “La tecnología amplifica las fuerzas humanas, no necesariamente la sabiduría humana”. Los jóvenes están en el centro de esa tensión. Son quienes mejor dominan la tecnología, pero también son quienes más riesgos enfrentan frente a la manipulación digital. El desafío democrático será enorme: ¿cómo garantizar que la tecnología fortalezca y no degrade la ciudadanía?

Los jóvenes como fuerza creadora, no solo como audiencia

Mi libro plantea un cambio fundamental: dejar de ver a los jóvenes como receptores pasivos que deben ser “convencidos”, y asumirlos como actores políticos creativos. Los jóvenes no solo consumen información; la producen, la transforman, la reinterpretan. Construyen identidad política a través de redes, lenguajes propios, códigos digitales, espacios de creatividad colectiva.

En muchos países, los avances democráticos recientes han sido impulsados por jóvenes. Los jóvenes no solo quieren votar: quieren incidir. ¿Qué significa renovar la democracia desde las nuevas generaciones?

1. Transparencia radical: Los jóvenes no toleran la opacidad. Exigen datos abiertos, información en tiempo real, cuentas claras y procesos visibles. Lo que no se puede mostrar, no se puede justificar.

2. Participación continua, no episódica: Para los jóvenes, votar cada tres o seis años es insuficiente. Buscan mecanismos de participación digital, consultas abiertas, espacios deliberativos y plataformas colaborativas.

3. Lenguaje claro y directo: El lenguaje político tradicional —solemne, abstracto, lleno de tecnicismos— ya no funciona. Los jóvenes buscan claridad, honestidad, autenticidad.

4. Políticas públicas basadas en evidencia: El “así siempre se ha hecho” no es argumento. Los jóvenes exigen rigor técnico, datos verificables y políticas evaluables.

5. Inclusión como principio rector: Los jóvenes no quieren democracias que excluyan por clase, origen, género o condición. Quieren espacios donde todas las voces cuenten.

6. Innovación institucional: La democracia debe actualizarse. No puede seguir operando con herramientas del siglo XX para los desafíos del siglo XXI.

Lo que está en juego: el sentido de futuro

Cada generación tiene un punto de quiebre: un momento en que la relación con el país se redefine: crisis climática, desigualdad, estancamiento salarial, violencia, estrés económico, incertidumbre laboral y deterioro institucional.

Pero también enfrenta una oportunidad histórica: el nearshoring, la IA, las industrias creativas, la economía digital, las nuevas energías y el peso creciente del talento mexicano en el mundo. 

Para que esa oportunidad sea real, la democracia debe reformarse. No habrá desarrollo sin esperanza, ni esperanza sin instituciones confiables.

1. La desconfianza es el mayor obstáculo para la democracia joven: Se combate con autenticidad, no con propaganda.

2. Los jóvenes participarán si sienten que su participación cambia algo: No en simulaciones, sino en decisiones reales.

3. La tecnología no sustituye la política; la obliga a reinventarse.

4. Las democracias sólidas son las que escuchan a sus nuevas generaciones, no las que las regañan.

5. La educación cívica debe adaptarse a la era digital: Pensamiento crítico, alfabetización mediática, ética tecnológica.

Un nuevo pacto con los jóvenes

Para reconstruir la relación entre jóvenes y democracia se requiere:

1. Crear instituciones juveniles con poder real: No consejos simbólicos. Instancias donde la voz juvenil incida en las políticas públicas.

2. Implementar presupuestos participativos digitales: Los jóvenes deben decidir directamente sobre una parte del gasto público.

3. Reformar la educación cívica: Menos memorización; más deliberación, debate, alfabetización informacional e inteligencia artificial.

4. Regular las plataformas con criterios democráticos: Transparencia algorítmica, combate a la desinformación y protección de datos.

5. Profesionalizar la comunicación pública: Mensajes claros, honestos, sin cinismo, sin manipulación, sin propaganda.

6. Crear laboratorios de innovación democrática: Espacios donde jóvenes, gobierno, academia y empresas diseñen políticas nuevas.

7. Invertir en proyectos comunitarios liderados por jóvenes: El talento emerge cuando se le da responsabilidad.

8. Apostar por políticas intergeneracionales: El futuro no le pertenece solo a un grupo: es un proyecto compartido.

Sin jóvenes no hay democracia posible

La democracia mexicana no está destinada al fracaso; está destinada a transformarse.

Y esa transformación llevará la firma de los jóvenes. Ellos no quieren un país que les hable del pasado; quieren uno que los invite a construir el futuro. No quieren rituales políticos; quieren soluciones. No quieren ser espectadores; quieren ser protagonistas.

En Silos, celos y círculos íntimos escribí que la confianza pública es el recurso político más escaso del país. Hoy agrego: la confianza solo se reconstruirá si escuchamos, incorporamos y empoderamos a quienes están dispuestos a cambiarlo todo.

La democracia mexicana no se salvará desde las élites. Se salvará desde las nuevas generaciones, si somos capaces de abrir espacio, de ceder control y de entender que el verdadero liderazgo no consiste en dominar, sino en acompañar.

https://www.sdpnoticias.com/opinion/la-democracia-que-viene/


Puedes encontrar mi libro “Silos, celos y círculos íntimos: México necesita líderes como tú” en  https://a.co/d/4rZhWnI


Saturday, December 13, 2025

Comunicar para unir, no para incendiar

Comunicar para unir, no para incendiar

Javier Treviño

@javier_trevino

Vivimos en tiempos raros: nunca habíamos hablado tanto… y nunca había sido tan difícil entendernos. Hoy cualquier declaración, meme o video de 15 segundos puede recorrer el país en minutos. Un desliz en una entrevista, una frase fuera de contexto o un dato a medias se vuelve tendencia antes de que termine la conferencia de prensa. Pero, al mismo tiempo, crece el enojo, la confusión y la desconfianza. No es falta de información: es falta de comunicación confiable.

La comunicación política ya no puede ser propaganda, ni show, ni simple estrategia de imagen. Tiene que convertirse en algo mucho más serio: un acto de respeto democrático.

De “hablar mucho” a “comunicar bien”

Durante años se creyó que comunicar era “salir en los medios” o “dominar la narrativa” del día. Mientras más conferencias, spots, giras y entrevistas, mejor. Hoy sabemos que no es así. En un país saturado de mensajes, lo que hace la diferencia no es quién habla más fuerte, sino quién habla con más verdad, más claridad y más coherencia.

La comunicación no es llenar el espacio público de slogans; es construir puentes de confianza. Un político que solo se dedica a promoverse, tarde o temprano se estrella contra la realidad. Un político que toma la comunicación como parte de la gobernanza, en cambio, entiende que cada mensaje es un compromiso, cada dato una promesa, cada silencio una señal.

El punto de partida es sencillo de decir y muy difícil de practicar: autenticidad. En la era de las redes sociales, fingir es carísimo. Si el discurso dice una cosa y los hechos muestran otra, la ciudadanía se da cuenta. Si se maquillan cifras, si se esconden errores, si se busca manipular con medias verdades, la confianza se derrumba. Y una vez que se pierde, cuesta muchísimo recuperarla.

Transparencia que no sea de cartón

La transparencia no puede ser una palabra bonita en un reglamento. Tiene que ser una práctica diaria. En especial en tiempos de crisis —pandemias, desastres naturales, violencia, decisiones económicas difíciles— la sociedad necesita saber tres cosas: Qué está pasando; qué no se sabe todavía; y qué se está haciendo para resolverlo.

Decir “no sabemos” a tiempo es menos costoso que inventar una respuesta para salir del paso. Cuando un gobierno explica con claridad los dilemas que enfrenta, muestra evidencia, reconoce límites y errores, la gente quizá no esté de acuerdo, pero puede entender. Esa comprensión es el primer ladrillo de la confianza.

La transparencia también pasa por cómo se trata a los medios. En un mundo de noticias falsas y cadenas anónimas, el periodismo profesional sigue siendo un actor indispensable. Un gobierno que respeta la democracia respeta a la prensa crítica: responde preguntas incómodas, entrega información, corrige cuando se equivoca.

La tentación de convertir a los periodistas en “enemigos” puede dar aplausos fáciles, pero destruye algo mucho más valioso: la credibilidad del sistema entero. Sin medios libres no hay quien contraste versiones, no hay quien verifique datos, no hay quién ponga un alto a la cultura de la mentira.

Cuando la política se vuelve teatro

No es nuevo que la política tenga algo de teatro. Lo sabían Franklin Roosevelt con sus charlas junto a la chimenea y Ronald Reagan con su habilidad para contar historias que daban esperanza. La diferencia está en para qué se usa ese teatro.

Roosevelt hablaba para explicar decisiones durísimas en plena Gran Depresión y en la guerra. Reagan usaba su talento para comunicar una idea de país, una visión de futuro. Hoy, en muchos lugares, la puesta en escena se convirtió en fin en sí mismo: conferencias diarias, frases estudiadas, enemigos prefabricados, aplausos coreografiados.

Las mañaneras del sexenio pasado, por ejemplo, fueron mucho más que conferencias de prensa: fueron un escenario diario. Ahí se definían “buenos y malos”, se premiaba o castigaba a medios, se acomodaba la agenda pública. Ese formato dio cercanía y poder de encuadre, sí, pero también normalizó la idea de que la política se reduce a controlar el relato, no a rendir cuentas.

En toda comunicación hay encuadre: escoger de qué hablar, qué datos resaltar, qué historia contar. Eso es inevitable. El problema empieza cuando el marco se despega de los hechos. Cuando la narrativa sirve para negar la realidad, inventar crisis o esconderlas. Ahí la política deja de ser representación y se vuelve ilusión.

La decadencia de la verdad

La RAND Corporation llamó a este fenómeno “Truth Decay”: la decadencia de la verdad. No es sólo que haya mentiras; es que los hechos pierden peso frente a las opiniones, los memes y los sentimientos. Parece que “todo es relativo” y que cada quien tiene “su propia versión”.

En ese contexto, el “paltering” —el arte de engañar diciendo solo una parte de la verdad— se vuelve deporte nacional. No se miente abiertamente, pero se omite el dato incómodo, se recorta la frase del adversario, se presenta un número sin contexto. Formalmente es verdad, pero en la práctica es manipulación.

Cuando la política y los medios se acostumbran a ese juego, pasa algo muy grave: la ciudadanía deja de creer. Todo se siente sospechoso, todo huele a truco, todo parece propaganda. Y si nada es confiable ¿Cómo se toman decisiones informadas? ¿Cómo se discute en serio? ¿Cómo se vota con conciencia?

Es como en la película The Prestige: el truco perfecto no es el que nadie descubre, sino el que el público ya no quiere descubrir. Hay relatos políticos que logran eso: seducen tanto a su audiencia que ésta ya no quiere ver las inconsistencias. Se milita en una narrativa, no en un proyecto de país.

El papel del periodismo y el “buen desacuerdo”

En tiempos de decadencia de la verdad, el periodismo tiene una tarea doble. Primero, verificar hechos, aunque sean incómodos para el gobierno o para la oposición. Y segundo, explicar contexto, para que la gente entienda no solo qué pasó, sino qué significa.

No basta con “dar las dos versiones” y lavarse las manos. Si una versión está respaldada por evidencia y la otra no, hay que decirlo con todas sus letras. La neutralidad no puede ser sinónimo de indiferencia ante la mentira.

Algo similar ocurre con el debate público. La polarización ha convertido al adversario en enemigo. Disentir se castiga; matizar se sospecha; cambiar de opinión se ve como traición. Sin embargo, como escribe Bo Seo en Good Arguments, la calidad de una democracia se mide también por la calidad de sus desacuerdos.

Necesitamos buenos desacuerdos: discutir fuerte, pero con respeto; defender ideas sin descalificar personas; escuchar al otro no para destruirlo, sino para entender qué parte de la realidad ve que nosotros no vemos. Eso requiere líderes que no le tengan miedo al debate y ciudadanos que no se conformen con el aplauso de su propia tribu.

Ciudadanos que escuchan… y también hablan

En el siglo XXI la comunicación ya no es un monólogo desde el poder hacia la sociedad. Es una conversación permanente. La gente opina, comparte videos, organiza campañas, exige en tiempo real. Cualquier mensaje oficial se contrasta de inmediato en redes, chats y medios alternativos.

Por eso, las plataformas digitales de participación ciudadana no pueden ser simple decoración. Consultas, foros en línea, buzones de denuncia, transmisiones abiertas: todo eso sólo tiene sentido si sirve para escuchar de verdad y ajustar decisiones, no para simular.

Los ciudadanos no somos extras de la película del poder. Somos coproductores. Y eso implica también una responsabilidad: informarnos mejor, verificar antes de compartir, distinguir entre periodismo y rumor, apoyar medios serios aunque no siempre digan lo que queremos oír.

Storytelling sí, pero con ética

Contar historias es una herramienta poderosa. Un buen relato puede hacer visible el impacto de una política pública mejor que cien cuadros en Excel. Mostrar a la familia que por fin tiene agua potable, al joven que consiguió una beca, a la comunidad que recuperó un espacio público, ayuda a que la gente entienda para qué sirve el gobierno.

Pero el storytelling sin ética se vuelve simple propaganda. El riesgo está en usar la historia para tapar la realidad, no para explicarla. De nada sirve grabar un video emotivo en una escuela si al día siguiente no hay maestros o no hay luz.

La regla es simple: primero los hechos, luego la narrativa. La mejor estrategia de comunicación sigue siendo hacer bien las cosas… y después contarlas con honestidad.

Tres principios para comunicar con responsabilidad

Después de años de ver campañas, gobiernos y crisis, me quedo con tres principios básicos para una comunicación política responsable:

1. Claridad de propósito.

Comunicar no es vender una imagen ni ganar la nota del día. Es explicar hacia dónde vamos, qué problema queremos resolver y cómo pensamos hacerlo. Un gobierno sin propósito claro se nota en su comunicación: todo es ocurrencia, improvisación, fuego artificial.

2. Integridad con los hechos.

La tentación del “spin” siempre estará ahí: maquillar cifras, exagerar logros, minimizar errores. Puede funcionar un rato, pero a la larga la realidad termina pasando factura. La credibilidad, una vez dañada, tarda años en reconstruirse.

3. Capacidad de escucha.

Los líderes que sólo hablan y nunca escuchan terminan encerrados en cámaras de eco, rodeados de aplausos y desconectados del país real. Escuchar a las víctimas, a los jóvenes, a los expertos, a los críticos, no es debilidad: es inteligencia política.

Comunicar para unir, no para incendiar

Una comunicación basada en la desconfianza, la manipulación y el espectáculo es terreno fértil para el autoritarismo y el cinismo. Una comunicación basada en la verdad, el diálogo y el respeto mutuo es el mejor antídoto contra la polarización.

No se trata de buscar unanimidad —eso no existe en democracia—, sino de evitar que la diferencia se convierta en odio. De construir un lenguaje común donde se pueda decir “no estoy de acuerdo contigo, pero reconozco tu derecho a pensar distinto”.

El reto para México es enorme. La cultura del insulto fácil, del meme humillante, del “o estás conmigo o estás contra mí”, amenaza con volverse normalidad. Pero no tiene por qué ser así. Podemos elegir otra ruta: la de una comunicación pública que informe, que escuche, que reconozca matices, que no prometa milagros, pero sí trabajo, seriedad y compromiso.

Comunicar bien no es un lujo ni una moda. Es una necesidad estratégica y ética para cualquier país que quiera salir adelante. En un mundo donde la mentira se ha vuelto rentable, apostar por la verdad puede parecer ingenuo. Pero es exactamente al revés: sin verdad no hay confianza, y sin confianza no hay democracia ni desarrollo posible.

Esa es la lección de nuestro tiempo. Y esa debería ser la brújula de quienes hoy tienen la responsabilidad de hablarle a México.

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Saturday, December 06, 2025

El mensaje no es un adorno

El mensaje no es un adorno

Javier Treviño

@javier_trevino

Llevamos años viviendo en una tormenta perfecta: exceso de información, redes sociales que amplifican lo superficial, escándalos que duran 24 horas y desconfianza creciente hacia cualquier figura pública. Todo se comunica, pero muy poco se comprende. Y en medio de ese ruido, a la hora de las elecciones, los candidatos siguen creyendo que con spots ingeniosos, jingles pegajosos y encuestas a modo basta para ganar.

No. Las campañas que de verdad cambian algo —las que mueven a la gente a salir de su casa un domingo, hacer fila y marcar una boleta— se ganan con algo mucho más profundo: una narrativa. Una historia que le cuide el rostro al ciudadano, que le ponga palabras a lo que siente, que le ofrezca un lugar en el futuro que se está proponiendo.

No es tener la razón, es conectar

Los “cuartos de guerra” se llenan de buenos diagnósticos, propuestas sólidas, documentos muy bien escritos… que nunca llegan al corazón de nadie. Sin embargo, también hay campañas con pocos recursos, pero con una historia clara, capaces de darle sentido a la rabia, al miedo y a la esperanza de la gente.

Esa es la diferencia entre “tener razón” y “conectar”. La política es, en el fondo, una disputa por el significado de las cosas: qué entendemos por justicia, quién puede hablar en nombre del pueblo, qué futuro vale la pena imaginar. Si una campaña reduce todo a ataques y slogans huecos, pierde la oportunidad más valiosa: redefinir esas preguntas.

Un mensaje claro no es un mensaje simplón. No se trata de encoger la complejidad a una frase de tres palabras. Se trata de ordenar esa complejidad, nombrarla, devolverla al ciudadano en un lenguaje que pueda entender, sentir y repetir. Un buen mensaje hace que la persona se sienta vista, reconocida, invitada a algo que vale la pena.

¿Desde el algoritmo o desde el barrio?

Uno de los grandes males de la política actual es que demasiadas campañas se diseñan para el algoritmo, no para el ciudadano. Se construyen desde la comodidad del sofá del consultor en vez de hacerlo desde el mercado, el transporte público, la escuela, el hospital. Se piensan para impresionar en TikTok o Instagram, no para responder al “¿y a mí qué?” de quien vive con un salario mínimo.

Por eso tantas estrategias suenan a plástico: frases que podrían decirse en cualquier país, en cualquier elección, por cualquier candidato. Es la política de plantilla: ponen el nombre, el color y el logo… y todo lo demás es intercambiable.

El político que quiera trascender necesita algo más que un buen publicista: necesita escuchar. Escuchar de verdad. Saber qué enoja, qué duele, qué ilusiona. Estar presente, en cuerpo y en espíritu, en la vida cotidiana. Porque la emoción que mueve el voto no surge de un “focus group”; nace de historias reales de frustración, miedo y esperanza.

La buena campaña no manipula esa emoción: la reconoce y la acompaña. No inventa enemigos, propone causas comunes. No vende humo, construye puentes.

La columna vertebral es el mensaje

Como ciudadano, me gustaría que los equipos de campaña, antes de pagar espectaculares, redes, giras y debates, respondieran una sola pregunta: ¿cuál es nuestro mensaje? No ¿qué vamos a prometer? No ¿a quién le vamos a pegar? El mensaje es ese hilo conductor que une cada discurso, cada entrevista, cada volante. Si ese hilo no existe, la campaña se convierte en un rompecabezas: muchas piezas sueltas que nadie sabe cómo arman una sola imagen.

Un buen mensaje exige tres cosas:

1. Una verdad emocional. No nace en una hoja de cálculo, sino en la calle. En la rutina del padre que toma dos camiones para llegar a su trabajo, en la ansiedad del joven que no encuentra empleo, en la angustia de la madre que sale a la calle sin saber si regresará. Cuando el mensaje toca una verdad compartida, deja de sonar a discurso y empieza a verse como un espejo.

2. Una visión de futuro. La campaña no es sólo sobre lo que está mal, sino sobre lo que se puede construir. ¿Qué ciudad, qué país, qué comunidad estamos invitando a imaginar? El mensaje debe ser un puente entre la realidad y la posibilidad, no un muro de quejas.

3. Una narrativa accionable. No basta con emocionar. Hay que darle al ciudadano un papel en la historia: “esto puedes hacer tú, esto vamos a hacer juntos”. El votante no quiere ser público en la grada: quiere sentir que tiene influencia, que su participación importa.

Cuando esas tres capas se alinean, la campaña deja de ser una serie de frases y se convierte en un relato. Y los países, como las personas, necesitan relatos para seguir adelante.

Los jóvenes: de “problema” a “protagonistas”

Se repite como mantra que “a los jóvenes no les interesa la política”. Eso es falso. A los jóvenes no les interesa “esta política”: la que no los escucha, no los deja decidir, no entiende su manera de organizarse.

Ellos ya están participando: en causas climáticas, movimientos feministas, luchas por derechos digitales, protestas contra la violencia. Lo hacen en redes, colectivos, asambleas, en la calle. La pregunta no es cómo hacer que descubran la política; es cómo dejar de estorbar en la política que ya están creando.

Los partidos que sólo se acuerdan de los jóvenes para que llenen mítines o bailen en TikTok se están cavando su propia tumba. La nueva generación no se moviliza por lealtad a una sigla, sino por causas: justicia, igualdad, clima, futuro. No le interesan las pirámides rígidas, sino las redes horizontales.

Mover a los jóvenes exige cuatro cosas: un propósito que trascienda la elección; una organización que de verdad los deje entrar y decidir, una narrativa que hable su idioma sin caricaturizarlos; y una apuesta por formarlos como líderes, no sólo como “votantes objetivo”.

Cuando se les reconoce como sujetos políticos y no como decorado de campaña, los jóvenes dejan de ser “el segmento difícil” y se vuelven la energía que empuja el cambio.

La narrativa: el alma de la campaña

La narrativa política es la arquitectura invisible que sostiene todo: el mensaje, las propuestas, los gestos, las alianzas. Es la respuesta a una pregunta sencilla y poderosa: ¿qué problema vamos a resolver juntos?

Hay campañas que se montan sobre temas de posición: dividen al país en dos bandos, levantan banderas morales y obligan a la gente a alinearse. Otras apuestan por el desempeño: hablan de resultados, de comparaciones, de datos. Y otras construyen desde los atributos del candidato: su historia, su carácter, su biografía.

Las más efectivas combinan las tres: presentan a un líder reconocible, conectan con un enojo o una aspiración real y, al mismo tiempo, ofrecen respuesta concreta a problemas específicos. No viven sólo del pasado ni del “yo”, sino del futuro compartido.

Hemos visto cómo una narrativa simple, emocional y reiterada —la lucha contra la corrupción, el pueblo contra la élite— fue capaz de reordenar por completo el sistema de partidos. Independientemente del juicio que tengamos sobre sus resultados, sería un error negar la potencia de ese relato.

Mientras tanto, gran parte de la oposición ha padecido el síndrome de la campaña sin historia: muchas propuestas, poca emoción; muchas conferencias de prensa, pocas convicciones compartidas; mucho “en contra de”, poco “a favor de”.

Ningún país se renueva desde el rencor. Se renueva desde una narrativa que le diga a la gente no sólo qué está mal, sino en qué vale la pena creer.

Dos lecciones de campañas que dejaron huella

Pienso en dos ejemplos que, con todas sus diferencias, ilustran el poder de un mensaje bien construido.

El primero es el discurso de Luis Donaldo Colosio el 6 de marzo de 1994. No fue un texto técnico, ni un catálogo de promesas. Fue una radiografía ética de México: reconoció pobreza, desigualdad, injusticia, y habló de reformar el poder. Su fuerza no estuvo en una frase ingeniosa, sino en la coherencia entre lo que decía, lo que representaba y lo que estaba dispuesto a enfrentar. Por eso ese discurso sigue vivo en la memoria colectiva.

El segundo es el ascenso del movimiento que hoy gobierna México. Más allá de simpatías o rechazos, su éxito electoral no puede explicarse sin su relato: un villano claro (“la mafia del poder”), una promesa de reparación (“primero los pobres”), un héroe persistente que recorrió el país por años. A eso se sumó el contexto: corrupción, violencia, desigualdad. Cuando narrativa, liderazgo y momento se alinean, lo que ocurre no es sólo una elección ganada: es un cambio de época.

Los dos casos comparten algo: una historia que hacía sentido. No perfecta, no unánime, pero capaz de ofrecer a millones de personas una explicación de su presente y una puerta a un posible futuro.

El mensaje como acto ético

Podemos hablar de estrategias de campaña, segmentación, encuestas y redes. Pero al final, todo se reduce a una pregunta ética: ¿para qué quiero el poder y qué estoy dispuesto a prometer para conseguirlo?

Un mensaje honesto obliga al candidato a comprometerse con su propia historia. Si en campaña se usa el lenguaje para mentir, exagerar, manipular o inflamar odios, no debería sorprendernos que el resultado en el gobierno sea más división y más cinismo.

La comunicación política no es sólo propaganda; es pedagogía democrática. Cada campaña enseña algo al país: qué se vale decir, qué se aplaude, qué se normaliza. Por eso importa tanto cómo hablamos.

En tiempos de cinismo, lo más revolucionario es sonar sincero. Decir “no lo sé” cuando no se sabe. Reconocer límites. No prometer lo imposible. Y, sobre todo, alinear las palabras con los hechos. Porque al final, el elector se queda con una impresión muy simple: ¿le creo o no le creo? Y esa respuesta no depende del número de espectaculares, sino de la coherencia entre el mensaje, el mensajero y la realidad que comparten.

En política, quien no tiene claro su mensaje termina hablando solo. Y ya no estamos para más monólogos. Queremos una conversación adulta, exigente y esperanzadora entre ciudadanía y liderazgos. Una conversación con menos ruido y más sentido.

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Saturday, November 29, 2025

El poder de la colaboración política

El poder de la colaboración política

Javier Treviño

@javier_trevino

Algunos países viven atrapados en una paradoja política: los ciudadanos exigen soluciones de Estado, pero continúan premiando liderazgos que gobiernan como si fueran islas. Esta tensión entre expectativas colectivas y prácticas individualistas explica buena parte de los fracasos: gobiernos que prometen transformación pero terminan extraviados en sus propios laberintos; partidos que compiten entre sí incluso cuando necesitan coordinarse; y una ciudadanía que exige eficacia, pero sospecha de todo acuerdo.

Una contradicción así no es sostenible. Cuando un país enfrenta desafíos que rebasan la capacidad de cualquier actor aislado: desigualdad creciente, polarización corrosiva, violencia criminal, transición energética, crisis climática, tensiones federales, caída de la confianza institucional, la pregunta es ¿por qué sigue resistiéndose a la colaboración?

Escribí el libro “Silos, celos y círculos íntimos” porque estoy convencido de que las transformaciones no son producto de una figura providencial ni de un partido hegemónico disfrazado de pluralismo. Vienen de la capacidad de tejer coaliciones amplias, honestas, estratégicas y éticamente sólidas. No se trata sólo de ganar elecciones, sino gobernar con visión y propósito. Las coaliciones exitosas no se forman para frenar a alguien, sino para construir algo.

La colaboración no es debilidad: es un signo de madurez democrática

La política ha tenido una relación incómoda con la colaboración. A diferencia de los sistemas parlamentarios, donde las coaliciones son parte del ADN institucional, aquí solemos asociar el acuerdo con claudicación, el consenso con transacción, el diálogo con traición. Son herencias de un presidencialismo arraigado, sí, pero también de una cultura política que sobrevalora la épica individual y subestima la inteligencia colectiva.

Sin embargo, la realidad global apunta en otra dirección: ningún proyecto de nación funciona sin acuerdos, sin coaliciones. Ningún gobernante exitoso lo es en la soledad. La colaboración no es un favor. Es una condición de eficacia. Y en tiempos de crisis, es un acto de responsabilidad republicana.

Silos de poder: el enemigo invisible de la buena gobernanza

Los gobiernos fracasan no por falta de recursos, sino por incapacidad de colaborar. La “siloitis” es una enfermedad dañina: destruye valor público, rompe cadenas de decisión, duplica esfuerzos, genera conflictos inútiles y deteriora la confianza ciudadana.

Los silos no sólo aparecen dentro del Ejecutivo; también entre poderes, entre niveles de gobierno, entre partidos, entre instituciones autónomas, entre estados y municipios, incluso dentro del mismo partido gobernante. La lógica de silos produce incomunicación, improvisación, sobrecarga y vacío de responsabilidad.

La solución, como enseñaba Donella Meadows, no está en sustituir personas, sino en rediseñar sistemas. Y en política, el diseño más poderoso —y más subutilizado en México— es la coalición.

Alianzas y coaliciones: dos conceptos que se siguen confundiendo

Hoy más que nunca, conviene hacer una distinción que rara vez aparece en el debate público: Una alianza es un acuerdo electoral: se construye para ganar. Una coalición es un acuerdo de gobierno: se construye para gobernar.

Son dos formas de cooperación con objetivos distintos. Una alianza electoral suele formarse antes de las elecciones, cuando dos o más partidos deciden unir fuerzas para competir en conjunto y maximizar su posibilidad de ganar —compartiendo estructura de campaña, votos, listas, recursos y estrategia, pero conservando su identidad partidista individual. 

Por el contrario, una coalición política adquiere carácter después de la elección —es decir, cuando ningún partido obtiene mayoría suficiente para gobernar por sí solo. Entonces los partidos negociarán para formar un gobierno conjunto, compartir el poder, distribuir cargos, acordar políticas públicas, y actuar como bloque parlamentario o ejecutivo. 

La coalición implica un grado de integración institucional más profundo, una responsabilidad compartida frente al gobierno y la ciudadanía, y un compromiso colectivo de gobernabilidad. Mientras que la alianza persigue un objetivo puntual —ganar elecciones—, la coalición responde a la necesidad de gobernar con estabilidad y refleja la complejidad de equilibrar diversas identidades e intereses en una sola administración. 

Nos sobra urgencia electoral y nos falta arquitectura institucional. Las alianzas mexicanas se deshacen porque se construyen con prisas, motivadas más por el adversario común que por el propósito compartido. Carecen de narrativa, de reglas, de vocerías, de mecanismos de resolución de conflictos, de visión programática. Se vuelven reactivas, no propositivas.

Una alianza electoral sin coalición de gobierno es un edificio sin cimientos. Puede levantarse rápido, pero se derrumba en cuanto sopla el primer viento.

Construir coaliciones: el arte estratégico de lo posible

A lo largo de mi experiencia pública y académica he identificado 18 elementos esenciales para una alianza funcional y un paso más: una coalición gobernante. No son reglas teóricas, sino aprendizajes de campo —en México, en negociaciones legislativas, en procesos estatales, en experiencias comparadas.

Pueden encontrar la lista completa en mi libro “Silos, celos y círculos íntimos”. El principio fundamental es que la coalición es una arquitectura, no un gesto. Se diseña, se prepara, se negocia, se formaliza, se comunica y se sostiene.

Uno de los mayores errores es que se piense que las coaliciones fallan por falta de ideología. En realidad fallan por falta de método.

Coaliciones subnacionales: la lección olvidada de la Alianza Federalista

El episodio de la Alianza Federalista durante la pandemia fue una muestra del potencial —y de la fragilidad— de las coaliciones estatales. Por un momento, diez estados lograron elevar el debate nacional, cuestionar un modelo de centralización ineficaz y articular una narrativa federalista contemporánea.

Pero la alianza reveló algo más profundo: sin estructura, sin propósito común sostenible, sin mecanismos de decisión, estos ejercicios se diluyen. Una coalición subnacional exitosa necesita un proyecto de nación desde lo local; una estructura organizativa profesional; participación real de la sociedad civil y actores privados; metas medibles y un calendario de acción.

Los estados mexicanos tienen poder, capacidad técnica y fuerza política. Lo que les falta es coordinación estratégica. La fragmentación territorial limita cualquier posibilidad de construir política pública a escala nacional.

El Congreso: el gran articulador ausente

En teoría —y ya sabemos lo que pasa con la teoría— el Congreso debería ser el principal constructor de coaliciones. Es el espacio natural para alinear poderes, negociar reformas, equilibrar el presupuesto, escuchar a la ciudadanía, integrar a expertos, revisar modelos de desarrollo. Pero en la práctica, el Legislativo se reduce a ser una extensión del Ejecutivo, un foro de confrontación partidista o un espacio atrapado en la lógica de cuotas.

Si el Congreso recuperara su papel como corazón de la negociación democrática, México sería otro país. Podría articular coaliciones legislativas, coaliciones territoriales, coaliciones sectoriales. Podría convertirse en el gran puente entre poderes. Pero para lograrlo necesita tres transformaciones: a) Capacidad técnica al nivel de los congresos de países de la OCDE. b) Cultura de negociación profesional, no de protagonismos. c) Legitimidad social, basada en transparencia y apertura.

Coalición no es sumatoria: es sentido de propósito

Las coaliciones no triunfan por juntar logos. Triunfan cuando producen un relato compartido, una agenda concreta y una visión de largo plazo. Cuando le ofrecen a la ciudadanía algo más que un “no al adversario”: una propuesta de país.

Por eso, las coaliciones son también un acto ético: La ética de la cooperación. La ética de la corresponsabilidad. La ética del reconocimiento mutuo.

Formar coaliciones es aceptar que el éxito de otro no me debilita: al contrario, me fortalece. Que gobernar es un esfuerzo de colaboración. Que un país fragmentado necesita unir esfuerzos, no multiplicar pleitos.

México está entrando en su década más decisiva

México vive un punto de inflexión histórico. La próxima década definirá si logramos convertir nuestras crisis en oportunidades o si seguimos atrapados en un ciclo de polarización improductiva. El país necesita reformas profundas: electoral, fiscal, energética, educativa, de seguridad, de justicia. Ninguna se logrará sin coaliciones. Ninguna avanzará sin acuerdos amplios. Ninguna funcionará con la lógica de “uno gana, todos pierden”.

La política del siglo XXI no se ejerce con órdenes, sino con coaliciones. No se sostiene con imposición, sino con legitimidad compartida. No se construye desde la soledad, sino desde la inteligencia colectiva.

La invitación a las nuevas generaciones

Es momento de que las nuevas generaciones de líderes abandonen la épica solitaria y abracen la política de colaboración. Que entiendan la coalición no como una rendición, sino como una evolución. No como un mal necesario, sino como un acto de construcción nacional.

Las sociedades pagan un costo muy alto por gobernar en silos, con celos, y en círculos íntimos. Pierden valor público, estabilidad y tiempo.

La reconstrucción de un país no es obra de un líder. Es obra de una coalición de liderazgos, distribuidos en instituciones, estados, partidos, organizaciones y ciudadanía. Los países no necesitan más héroes. Necesitan puentes. Y los puentes se construyen.

https://www.sdpnoticias.com/opinion/el-poder-de-la-colaboracion-politica/


Puedes encontrar mi libro “Silos, celos y círculos íntimos: México necesita líderes como tú” en  https://a.co/d/4rZhWnI


Saturday, November 22, 2025

El lado oscuro de la política

El lado oscuro de la política

Javier Treviño

@javier_trevino

No dejamos de creer en la política porque “no sirva”, sino porque demasiadas veces ha servido para lo contrario de lo que promete. En lugar de construir valor público —buenos servicios, instituciones confiables, futuro compartido—, la política se ha vuelto con frecuencia una maquinaria que lo destruye: erosiona la confianza, normaliza la opacidad, premia la mediocridad y encierra el poder en pequeños círculos íntimos. 

Lo primero es nombrar el problema: la destrucción de valor público. Un gobierno destruye valor cuando sustituye el análisis por propaganda, la evidencia por consignas y la preparación por lealtades. No es sólo un problema de eficacia técnica; es una forma de violencia institucional. Cada vez que una decisión se toma para sostener un relato y no para resolver un problema, alguien pierde algo: un empleo que nunca llega, un hospital que no se termina, una escuela que se deteriora, una oportunidad que se esfuma. El costo es invisible en el corto plazo, pero acumulativo: un país que se acostumbra a esperar menos de sí mismo.

Esa destrucción comienza casi siempre por la opacidad. Cuando la toma de decisiones se mueve en la penumbra, la política se desliza hacia la propaganda. Conferencias que repiten mantras, verdades oficiales que no admiten contraste, reformas aprobadas “sin mover una coma”. La transparencia deja de verse como una obligación democrática y se convierte en una molestia burocrática. Pero la transparencia no es un trámite: es una tecnología institucional para aprender, corregir y rendir cuentas. Donde hay luz, los datos discuten con las consignas; donde no la hay, prosperan la improvisación y el autoengaño.

A la opacidad se suma el lenguaje polarizante. Dividir es más fácil que explicar. Es tentador reducir un país a dos bandos: “nosotros” y “ellos”; “el pueblo” y “los traidores”. Esa lógica binaria tiene una ventaja inmediata: convierte cualquier crítica en agresión y vuelve innecesaria la rendición de cuentas. ¿Para qué abrir expedientes o publicar indicadores, si basta con señalar a un enemigo para cerrar la discusión? El problema es que el costo de esa retórica no se paga en una conferencia de prensa, sino en la calle: la sociedad se fragmenta, el debate se degrada en grito y los matices —donde suelen estar las soluciones— desaparecen.

En ese terreno fértil crece un enemigo más silencioso: la mediocracia. No hablo de una ofensa, sino de un sistema. Cuando la transparencia se diluye y la polarización ocupa la conversación, se instala una cultura de mínimo esfuerzo. Lo importante ya no es resolver problemas sino “salir del paso”, no es rendir cuentas sino cumplir la forma. Los indicadores se maquillan, las auditorías se evaden, las evaluaciones se archivan. Se protege al incondicional aunque sea incompetente y se margina al que advierte errores aunque tenga razón. La mediocridad no provoca escándalos; provoca algo peor: una lenta descomposición de la capacidad del Estado para cumplir su misión.

Alain Deneault describió esa lógica en su libro Mediocracia: el sistema que premia al funcionario dócil, al profesional que no incomoda, al político que nunca contradice el guion. En ese ambiente nadie se arriesga a decir “esto no funciona”; es más rentable decir “todo va bien”. Pero un gobierno que deja de decirse la verdad a sí mismo se condena a repetir sus errores. La mediocracia no se nota en el discurso, se nota en la experiencia cotidiana: trámites eternos, hospitales saturados, programas sociales sin evaluación, policías sin respaldo, escuelas sin rumbo. Es la normalidad que nos resignamos a tolerar.

A la mediocridad se suma otra deformación: la adhocracia. Roger Porter usó ese término para describir los gobiernos que deciden siempre “al vuelo”, sin procesos claros ni equipos estables. Puede ser útil por unos días en una crisis, pero devastador como modo permanente de gobernar. En la adhocracia, los problemas se resuelven con ocurrencias, las prioridades dependen del humor del líder, los proyectos nacen y mueren en función de su valor propagandístico. No hay memoria institucional ni aprendizaje; cada día comienza desde cero. El costo es enorme: políticas que cambian de rumbo sin explicación, programas que se anuncian y nunca se consolidan, decisiones tomadas por intuición y no por evidencia.

En ese entorno florecen los círculos íntimos. El poder se encierra en pequeños grupos donde la confianza no se construye a partir del mérito, sino de la cercanía. C. S. Lewis advirtió sobre ese peligro: el deseo de pertenecer a un círculo exclusivo puede volverse más fuerte que cualquier convicción. En el gobierno, eso se traduce en despachos donde las decisiones se toman entre unos cuantos, donde se confunde lealtad con silencio, donde la crítica se considera traición. Los celos internos, las rivalidades personales y las pugnas por la atención del jefe parecen chisme, pero cuestan políticas. El país se vuelve rehén de un microclima psicológico.

Desde fuera, la ciudadanía percibe un gobierno encapsulado, ocupado en sus propias guerras internas. Cada cambio de gabinete se lee como purga, cada rectificación como derrota, cada renuncia como vendetta. La política deja de ser un espacio de servicio para convertirse en un teatro de relaciones personales. Y el mensaje que recibe la gente es claro: se gobierna más por capricho que por estrategia. Ahí termina de romperse la confianza.

Frente a este cuadro, el cinismo es una tentación fácil. Es cómodo concluir que “todos son iguales” y que lo sensato es retirarse del espacio público. Pero esa retirada tiene un precio: deja la cancha libre a quienes se sienten cómodos en la opacidad, la mediocridad y los círculos cerrados. Por eso insisto en que describir el lado oscuro de la política no es un ejercicio de resignación, sino un llamado a reparar el daño.

¿Cómo empieza esa reparación? Con un cambio profundo en el liderazgo. Gobernar bien no depende sólo de buenas intenciones; depende de la combinación de tres elementos: visión, ética y método. Visión para pensar más allá del próximo discurso y del siguiente ciclo electoral; ética para entender que el fin nunca justifica cualquier medio; método para convertir las ideas en políticas que se diseñan, se ejecutan, se miden y se corrigen. Un líder no demuestra su talla cuando humilla al adversario en público, sino cuando convierte una institución mediocre en una organización que aprende.

Después del liderazgo, vienen las reglas. La confianza no se reconstruye con carisma, sino con instituciones. Necesitamos gobiernos que documenten sus decisiones —problema, opciones, riesgos— y las hagan públicas por defecto. Programas con metas medibles y tableros abiertos que cualquier ciudadano pueda consultar. Un servicio civil profesional donde el ingreso y la promoción dependan del mérito, no del padrino político. Presupuestos basados en evidencia que permitan decir sin dramatismo: este programa no funcionó, se rediseña o se cancela. Unidades de evaluación que incomoden, equipos autorizados para cuestionar grandes proyectos antes de aprobarlos, sistemas de compras transparentes con trazabilidad completa.

Nada de eso es ideología. Es arquitectura institucional elemental. La puede asumir un gobierno de izquierda, de derecha o de centro, siempre que acepte una verdad incómoda: no hay transformación sin rendición de cuentas. La opacidad es compatible con el cambio de narrativa, pero no con el cambio de realidad.

El tercer componente es la ciudadanía. Los círculos íntimos prosperan cuando nadie mira. Se rompen cuando la gente se informa, se organiza y alza la voz. Informarse significa seguir el dinero, leer auditorías, comparar promesas con datos. Organizarse significa construir redes vecinales, estudiantiles, profesionales que observen políticas públicas específicas —seguridad, educación, salud, obra— y exijan resultados. Alzar la voz significa usar los mecanismos de transparencia, participar en consultas, hacer preguntas puntuales, incomodar con argumentos. Los gobiernos cambian conductas cuando sienten que alguien los mide, no cuando acumulan likes.

Pienso especialmente en los jóvenes. A ustedes les tocará decidir si la política seguirá siendo un teatro de simulación o se convertirá en un espacio de excelencia pública. No se trata de idealizar el gobierno ni de negar sus límites, sino de recuperar la idea de que, bien ejercido, el poder puede crear valor: abrir oportunidades, reducir desigualdades, garantizar derechos, proteger libertades. Ese potencial existe. Lo hemos visto en momentos y lugares específicos. Lo que falta es hacerlo regla, no excepción.

Nadie quiere un gobierno perfecto —eso no existe—. Todos queremos un gobierno que aprenda a la vista de todos. Que pueda decir “nos equivocamos” sin caer en el descrédito, porque ha construido un historial de honestidad y corrección. Que cambie el “conmigo o contra mí” por un “con todos y para todos”. Que entienda que el poder no es un premio personal, sino un préstamo que la sociedad entrega por tiempo limitado.

Al final, la ciudadanía no recuerda el slogan sino el resultado. Y la política, si quiere recuperar su dignidad, tendrá que volver a ser eso: la mejor herramienta que hemos inventado para crear valor público, no para destruirlo.

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Saturday, November 15, 2025

El poder se mide en la tormenta

El poder se mide en la tormenta

Javier Treviño

@javier_trevino

En tiempos de polarización y desconfianza, el verdadero liderazgo no se demuestra en la victoria ni en el discurso, sino en la manera en que se ejerce el poder cuando todo tiembla. Un país necesita líderes que entiendan que la integridad no es un adorno moral, sino la condición indispensable para gobernar.

Hay momentos en los que gobernar parece sencillo: los vientos soplan a favor, los indicadores acompañan, los aliados aplauden. Pero la verdadera política se mide en los días en que el suelo se abre bajo los pies. Las crisis —sanitarias, económicas, institucionales o morales— son los exámenes que definen el carácter de los líderes y el destino de las naciones. No es la crisis la que marca el futuro, sino la respuesta que se da ante ella.

A veces confundimos la fuerza con el ruido, la decisión con la imposición, la popularidad con el liderazgo. Nos hemos acostumbrado a que el poder se mida por la capacidad de dominar, no de servir; de vencer, no de convencer. Pero la historia enseña una lección implacable: el poder revela quiénes somos. No transforma: desnuda.

El liderazgo auténtico no se demuestra en la calma, sino en la tormenta. Cuando se pierde la ruta, cuando las instituciones tiemblan, cuando los ciudadanos desconfían, lo único que sostiene al líder es su integridad.

Integridad: el límite que da sentido al poder

He aprendido —en el servicio público y en la empresa— que el poder no es un premio, sino un préstamo. Y todo préstamo exige rendición de cuentas. El deterioro ético de los gobiernos suele comenzar cuando los líderes olvidan esta premisa. Primero llega la arrogancia: la creencia de que el triunfo concede impunidad. Luego, la búsqueda indisciplinada de “más”: más control, más aplausos, más lealtades ciegas. Después, la negación de errores. Y finalmente, el autoengaño.

Jim Collins lo explicó como la “hubris nacida del éxito”: el exceso de confianza que precede a la caída. Bertrand de Jouvenel lo había advertido antes: el poder tiende naturalmente a expandirse, y sólo la integridad —respaldada por instituciones sólidas— puede contenerlo.

Por eso, no bastan los discursos sobre honestidad. Hace falta diseño institucional: contrapesos, transparencia, evaluación. La integridad no se declama: se estructura. No es un rasgo individual, sino un principio que debe incorporarse en la arquitectura del Estado. Sin esa estructura, la moral se vuelve retórica y la política, simulación.

El poder como servicio, no como espectáculo

El liderazgo ético parte de una premisa sencilla: gobernar es servir, no mandar. Pero en nuestra cultura política, el poder todavía se concibe como posesión personal. La pregunta dominante suele ser “¿qué puedo hacer con el poder?”, en lugar de “¿qué debo hacer con él?”. Esa diferencia marca la frontera entre la ambición legítima y la soberbia destructiva.

Cada decisión pública tiene un costo humano: afecta vidas, familias, oportunidades. Por eso el ejercicio del poder requiere humildad intelectual y contención moral. La rendición de cuentas no debilita: fortalece. La transparencia no obstaculiza: legitima. El liderazgo ético no se mide por la ausencia de errores, sino por la capacidad de reconocerlos a tiempo.

En algunos países, el perdón y la autocrítica siguen siendo vistos como signos de debilidad. Pero Daniel Pink lo plantea con claridad: el arrepentimiento, bien entendido, es una brújula moral. Humaniza al líder, reconstruye confianza y corrige el rumbo. Un gobierno que sabe decir “nos equivocamos” recupera autoridad moral; uno que niega sus fallas, pierde la realidad.

En algunos países, los nuevos gobiernos suelen presentarse como refundaciones. Lo anterior se demoniza; el pasado se borra; la historia comienza “ahora sí”. Ese impulso épico genera entusiasmo, pero también parálisis. Andrew Blum ha señalado que una transición ética no destruye lo anterior: lo reconoce, lo corrige, lo mejora.

Un país exitoso no necesita refundaciones cada seis años. Necesita continuidad con aprendizaje. El cambio responsable no arrasa: construye sobre lo rescatable. Gobernar no es demoler, sino reparar. Las instituciones se fortalecen cuando el nuevo liderazgo reconoce el esfuerzo de quienes lo precedieron, aun con errores. El perdón político, bien entendido, no exonera: madura.

El verdadero cambio no es discursivo, sino institucional. Las políticas públicas deben resistir al gobernante de turno; las reglas, al capricho; las decisiones, a la popularidad momentánea. El legado no es un monumento: es una institución que funciona sin tu firma.

Liderar en la tormenta

Si la integridad es la columna vertebral del poder, la crisis es su campo de prueba. Los países enfrentan crisis que definen generaciones: terremotos, devaluaciones, pandemias, emergencias de seguridad. En cada una aparece un patrón: la confianza ciudadana se quiebra cuando predomina la improvisación, la mentira o la arrogancia; y se reconstruye cuando hay claridad, empatía y método.

La resiliencia —esa palabra que hemos vaciado de contenido— no significa aguantar: significa transformarse. Nathan Furr y Susannah Harmon lo explican así: la incertidumbre puede ser una fuente de innovación si se la enfrenta con apertura, aprendizaje y propósito.

En tiempos inciertos, la confianza pública es el activo más frágil. Se gana con verdad, coherencia y presencia emocional. Se pierde con manipulación y silencio. El liderazgo responsable no promete certezas imposibles; ofrece esperanza activa, esa que Dov Seidman define como “la confianza que surge de la acción responsable”.

El liderazgo en crisis no se improvisa. Se prepara con instituciones. Por eso es importante asumir una nueva mentalidad: construir un Estado estratégico, capaz de anticipar, planear y ejecutar con método. No se trata de tener un plan para cada imprevisto, sino de tener capacidades para adaptarse sin perder el rumbo.

Peter Drucker lo resumió mejor que nadie: “La estrategia sólo vale lo que vale su ejecución”. Las mejores intenciones se desmoronan si no hay equipos competentes, datos confiables y procedimientos claros.

En una época dominada por la velocidad y la estridencia, es necesarioreivindicar la pausa. Emerson decía que “las pausas entre las frases de un sabio son tan notables como su discurso”. Gobernar también exige saber callar para escuchar, detenerse para pensar, esperar para decidir.

La pausa no es debilidad; es inteligencia. Quien se toma el tiempo de escuchar evita errores irreparables. Quien se precipita, multiplica el daño. En las redes sociales gana quien grita más; en el gobierno, quien acierta más. La pausa protege el juicio, y el juicio protege la integridad.

Cinco capas de confianza

La confianza —ese intangible esencial— se construye en capas:

1. Claridad y consistencia: decir qué se hace y por qué.

2. Transparencia: explicar las decisiones y sus límites.

3. Presencia emocional: acompañar, no pontificar.

4. Escucha activa: corregir sin dramatismo.

5. Coherencia: alinear palabra y acción.

Cuando estas capas se erosionan, la legitimidad se evapora. La comunicación eficaz, como recordaba Steven Fink, es tan importante como la decisión misma: no busca “likes”, busca comunidad.

La polarización ha convertido a la moderación en un acto de valentía. En un entorno binario, escuchar al otro es sospechoso. Sin embargo, la democracia sólo sobrevivirá si reconstruye su centro ético y democrático: el espacio del acuerdo, la mesura y el respeto al adversario.

El centro no es tibieza; es oficio. Implica defender reglas cuando a otros conviene romperlas, reconocer virtudes del rival cuando todos exigen insultarlo, y mantener la puerta abierta al diálogo cuando otros piden castigo. Reconciliar no es gesto romántico: es una política pública.

El liderazgo íntegro no incendia: ilumina. No divide: equilibra. No promete unanimidad: construye confianza.

Tres anclas cuando todo se mueve

Cuando el huracán arrecia, el liderazgo necesita tres anclas:

1. Propósito: recordar para qué se gobierna.

2. Perspectiva: mirar más allá del corto plazo.

3. Calma activa: actuar sin estridencia, decidir sin soberbia.

Winston Churchill decía que “a cada persona le llega su mejor hora”. Para México, esa hora puede ser ahora, en medio del ruido, de la fatiga democrática, de la desconfianza. El propósito devuelve sentido, la perspectiva evita la improvisación y la calma activa restaura la confianza.

Muchos jóvenes mexicanos miran la política con hastío. Y con razón. Han visto corrupción, cinismo, impunidad. Pero el desencanto no puede ser la coartada de la indiferencia. La salida no es el desprecio: es la profesionalización. Antes del cargo, brújula moral. Antes del discurso, evidencia. Antes del aplauso, método.

El poder desnuda; por eso hay que llegar preparado. Formarse, estudiar historia, entender economía, dominar tecnología, cultivar empatía. Y sobre todo, mantener la promesa doble que define el liderazgo ético: no mentir y no humillar. La primera sostiene la confianza; la segunda, la convivencia.

Muchos países necesitan una generación de servidores públicos que midan su éxito no por el tamaño del presupuesto, sino por la profundidad del impacto. Que entiendan que la popularidad es efímera, pero la decencia perdura.

El poder que se contiene

En la historia de México, los momentos de mayor avance institucional han surgido cuando alguien supo contenerse. Benito Juárez al limitar su mandato; Plutarco Elías Calles al institucionalizar el poder; los arquitectos de la transición democrática al pactar reglas.

Hoy, contenerse vuelve a ser revolucionario. Respetar la ley, aceptar los límites, rendir cuentas, escuchar al otro, construir sin destruir: esas son las formas más modernas del éxito político.

La ética no es obstáculo para gobernar; es su condición. Sin ética, la política se degrada en espectáculo. Con ética, se eleva a su propósito original: el arte serio de cuidar lo que somos.

He visto gobiernos colapsar por soberbia y resurgir por coherencia. He visto ciudadanos volver a creer porque alguien tuvo el valor de decir la verdad, abrir los datos, corregir el rumbo y compartir el mérito.

El poder sólo vale si sabemos ponerle límites. Esos límites no están en los códigos ni en las urnas, sino en la conciencia de quien decide.

La integridad no es una bandera para presumir; es un trabajo diario, silencioso y valiente. Pero cuando se ejerce, cuando se rinde cuentas y se respeta el límite, ocurre algo poderoso: la gente vuelve a creer. Y cuando la gente cree, la política vuelve a tener sentido.

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Saturday, November 08, 2025

Líderes con carácter y rumbo

Líderes con carácter y rumbo

Javier Treviño

@javier_trevino

La política no es espectáculo ni fatalidad: es un oficio serio, ético y humano. Las sociedades exitosas tienen líderes con carácter, buen juicio y método; líderes que generan valor público, no sólo likes en sus redes. 

Cada día, un líder —un alcalde, un director de escuela, un jefe de policía, un secretario, un empresario— toma decisiones que cambian el destino de otras personas. A veces basta un tuit para incendiar la conversación pública; otras, una decisión silenciosa corrige una injusticia y nadie la aplaude. 

La ética no es un lujo teórico: es una herramienta práctica para orientar el poder hacia el bien común. Lo he visto en la administración pública y en la empresa: cuando la ética falta, el poder destruye; cuando la ética manda, el poder edifica.

Hoy mezclamos el escepticismo con los mitos: “la política es corrupción”, “todos son iguales”, “nada cambia”. Entiendo ese desencanto. Pero no lo acepto como destino. La política, ejercida correctamente, es el arte de crear un orden social justo. Si hoy muchos la miran con desprecio es, en parte, porque la confundimos con espectáculo. El liderazgo se mide por el valor público que genera, no por la cantidad de reflectores que atrae.

Gobernar no es mandar: es entender y servir. La política es una disciplina que requiere método, datos, inteligencia colectiva. El poder revela lo que somos: no cambia a los líderes; pero sí los desnuda. Si una brújula está dañada, el cargo no la arregla; sólo amplifica el problema.

Carácter: la condición no negociable

Un líder no se define por el cargo, sino por el carácter. Eso no aparece en campañas ni en encuestas. Pero en las crisis es lo único que sostiene al líder. El carácter se forja en decisiones pequeñas y constantes: elegir lo correcto cuando nadie mira; rectificar cuando te equivocas; resistir la tentación del aplauso fácil. Un líder sin ética puede administrar, pero nunca transformará.

¿Cuál es ese “inventario moral” del liderazgo público? Creo que hay tres virtudes prácticas:

a) Prudencia: sabiduría para leer contexto, tiempos y consecuencias. No es cobardía; es medir antes de actuar.

b) Responsabilidad: gobernar es decidir hoy de modo que todavía puedas decidir mañana. Evitar la jugada espectacular que te deja sin salida.

c) Inteligencia emocional: escuchar, contener, preguntar, leer el ánimo social. La técnica sin empatía fracasa; la empatía sin técnica engaña.

El liderazgo no es una pasarela. La política convertida en espectáculo degrada la conversación nacional. El estadista piensa con responsabilidad en las próximas generaciones.

La decencia como forma de resistencia

Se dirá que la palabra “decencia” suena anticuada. Yo creo que es revolucionaria. Decencia es tratar con respeto incluso al adversario; usar el poder sin humillar; cuidar la palabra pública porque construye o destruye confianza. Un liderazgo decente rinde cuentas, reconoce errores y evita el doble discurso. No es blandura; es fuerza contenida.

La decencia se nota, sobre todo, en cómo tratas a quienes no te aplauden. En el lenguaje que eliges. En el foro que abres. En si permites que una crítica válida mejore una política. Un país que normaliza la grosería desde el poder acaba erosionando su democracia.

El liderazgo exitoso combina tres modos de pensar:

a) Analítico: para entender la complejidad y ordenar la información.

b) Político: para negociar, construir coaliciones y transformar ideas en hechos.

c) Soberano: para mirar el país entero y el largo plazo por encima del ciclo de la próxima encuesta.

Esa síntesis se traduce en una convicción: liderar es servir, no servirse. No basta con querer el bien; hay que saber hacerlo posible.

Seis rasgos del liderazgo efectivo

A partir de mi experiencia en el gobierno federal, estatal, el congreso y el sector privado, resumo seis rasgos que separan al líder del mero administrador:

1) Buen juicio. No es solo acertar; es leer el tiempo, calibrar riesgos, preguntarse a quién beneficia una decisión y con qué costo. El juicio se entrena: es la distancia de la inmediatez, contraste de perspectivas, humildad para corregir.

2) Pensamiento estratégico con ejecución. La buena intención sin plan frustra. El idealismo sin pragmatismo se convierte en retórica. Estrategia es priorizar lo que mueve la aguja, traducirlo en políticas, medir y ajustar.

3) Mentalidad de fundador. Con el crecimiento llega la burocracia y se pierde el propósito. En gobierno, ese “síndrome de la complejidad” mata resultados. Mantener urgencia, foco y cercanía con la gente es indispensable.

4) Curiosidad intelectual. El líder que deja de aprender deja de servir. Escuchar voces distintas, desaprender esquemas caducos, actualizarse en economía, tecnología y políticas públicas no es vanidad, es supervivencia institucional.

5) Construcción de equipos. Gobernar bien es trabajo de muchos. Los silos matan. El líder convoca talento, delega, crea confianza, forma nuevos liderazgos y elimina ambientes tóxicos. El legado no es una obra, es la gente.

6) Fortaleza emocional. En la crisis —pandemia, desastre, violencia— la comunidad necesita templanza. No frialdad técnica, sino serenidad con humanidad. Decir “no tengo todas las respuestas, pero aquí estoy” genera más legitimidad que cualquier slogan.

Decidir mejor con método, no con ocurrencias

Gobernar es cosa seria; decidir con responsabilidad entre ruido, urgencia y presiones. Eso no se improvisa. Se construye un modelo de decisiones que combine evidencia, deliberación y criterio. He visto dos trampas: el análisis interminable que paraliza y el impulso que atropella. 

El camino correcto requiere método y disciplina:

a) Flexibilidad mental y emocional para leer la situación: Intervenir y conducir, hacer preguntas y observar, generar empatía y cohesión, hacer pausa consciente antes de responder.

b) Inteligencia cuantitativa: datos sí, pero al servicio de la pregunta correcta. La sobreinformación confunde tanto como la ignorancia.

c) Pensamiento sistémico: ver el bosque, no solo el árbol. Las políticas bien intencionadas fallan por efectos no previstos. Senge dice bien: “Los problemas de hoy vienen de las soluciones de ayer”.

Las preguntas incómodas que todo líder debe hacerse frente a una decisión importante: ¿Qué no estoy viendo? ¿A quién no he escuchado? ¿Qué sesgo me domina? ¿Esta decisión construye un bien colectivo aunque sea impopular? ¿Cómo haré reversible un error si me equivoco? Los buenos procesos permiten corregir sin destruir.

Cuidado con el “sesgo de confirmación” (escuchar solo a quienes nos dan la razón) y con el “pensamiento de rebaño” (decidir por miedo a la disonancia). Por eso hay que rodearse de gente que pueda decir: “te estás equivocando”. Adam Grant lo explica bien: crear entornos que favorezcan el replanteamiento. La fortaleza de un gobierno no es su unanimidad, es su capacidad de aprender en público.

Liderar con rumbo: visión, proceso y ciudadano al centro

Un gobierno sin estructura decide por humor o conveniencia electoral. La improvisación sirve en campaña; en la administración estorba. Liderar con rumbo es tener una visión clara, un proceso deliberativo y una conexión real con la ciudadanía.

Un equipo de gobierno eficaz evita fuegos artificiales y construye confianza: Aprende a ver desde múltiples lentes; a definir un proceso de toma de decisiones; a cuidarse de las emociones; a tener claridad de hacia dónde vamos. 

A esto sumo el diseño centrado en el ciudadano. No se gobierna desde el escritorio. Se gobierna caminando por los mercados y barrios, escuchando a la gente que vive los problemas. El diseño no es algo cosmético; es ética aplicada: obliga a mirar desde la experiencia del otro y a ajustar la política a su realidad. 

Vivimos la era de los datos. Antes de hacer masiva una política, probemos, ajustemos, midamos. La tecnología ayuda, pero no sustituye el juicio. Los tableros no gobiernan solos. No hay liderazgo sin conexión emocional; sin respeto no hay legitimidad; y sin legitimidad no hay rumbo posible.

A los jóvenes: exigencia y responsabilidad

Muchos jóvenes me preguntan si todavía vale la pena creer en la política. Mi respuesta es sí, siempre y cuando la entendamos como servicio guiado por principios y conocimiento. No se trata de resignarnos al cinismo ni de caer en la ingenuidad. Se trata de profesionalizar la política: estudiar, compararnos con los mejores, exigir resultados, formar equipos diversos, hablar con evidencia, escuchar con humildad.

El liderazgo que transforma es el que convoca, no el que impone; el que piensa a largo plazo, no el que administra la coyuntura; el que crea valor público, no el que cultiva la vanidad.

Nuestra sociedad no necesita superhéroes ni profetas. Necesita mujeres y hombres con buen juicio, decencia, método; gente capaz de escuchar y decidir, de inspirar y ejecutar. Si recuperamos el carácter como centro del liderazgo, si profesionalizamos la toma de decisiones, si devolvemos la política a su propósito —servir a la gente—, entonces sí podremos mirar a los ojos a la próxima generación y decir: dejamos el país mejor que como lo recibimos.

Javier Treviño es autor del libro “Silos, celos y círculos íntimos: México necesita líderes como tú” https://a.co/d/dAw7O17

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