Javier Treviño Cantú
El Norte
12 de agosto de 2009
El escenario internacional aún atraviesa por un profundo proceso de cambio, pero México sigue sin encontrar su lugar en el nuevo entorno que está surgiendo. México no halla un acomodo firme, que le permita proyectarse como un actor decisivo, capaz de ejercer un liderazgo regional. Tampoco ha obtenido beneficios concretos de sus intensos esfuerzos diplomáticos, que contribuyan a superar el impacto de la crisis económica global, una imagen internacional destrozada por la pandemia de influenza, y los embates de organizaciones criminales transnacionales cada vez más poderosas.
En diciembre del año pasado, escribí en estas páginas que había llegado la hora de las definiciones. El arribo a la Casa Blanca de la nueva administración Obama, la multi-cumbre en Sauípe que coronaba la percepción de Brasil como la única potencia emergente regional, y la transformación de Centroamérica en un campo de batalla para la confrontación entre dos modelos de desarrollo político y económico diametralmente opuestos, le exigían a México definiciones claras.
Desafortunadamente, las definiciones no llegaron. Hoy, nuestro país sigue sin “embonar” en los principales espacios geopolíticos, y las consecuencias son evidentes. México va por el mundo a la deriva, aislado y sin un proyecto claro. Llegamos a la mitad del sexenio sin más México en el mundo, y con menos mundo en México.
La cumbre de Norteamérica, la gira del Presidente Calderón por Sudamérica y, sobre todo, la crisis en Centroamérica, ofrecen puntos de referencia claros para destacar la necesidad de replantear a fondo el camino internacional que está siguiendo México.
Con los vecinos del norte, a principios del actual gobierno se apostó a la continuidad. Continuidad en seguridad, con la Iniciativa Mérida; en comercio, con el TLC; en migración, considerando la reforma como un asunto estrictamente de política interna estadounidense; y, en diseño institucional, mediante la ASPAN. Nada ha rendido frutos.
La cooperación sobre seguridad avanza en los términos y al paso que más convienen a Estados Unidos, mientras la violencia y la inseguridad en México se agravan. En la cumbre de Guadalajara se habló de impulsar la competitividad, pero no se resolvieron los conflictos comerciales bilaterales que retrasan la recuperación. En materia migratoria, el compromiso de Obama, para buscar una reforma integral, palidece frente a los abusos y la discriminación que sufren los trabajadores y sus familias. La ASPAN ha quedado rebasada por la realidad, pero no se promueve su fortalecimiento institucional.
Hacia el sur del continente, se le apostó al bajo perfil y la distensión para evitar mayores conflictos, específicamente con Venezuela y sus socios de la ALBA, así como la percepción de una competencia directa con Brasil. La estrategia tampoco dio resultado.
El presidente Calderón llegó a Colombia en una coyuntura poco favorable. Mientras Estados Unidos nos condiciona la ayuda para la Iniciativa Mérida, el gobierno del presidente Uribe ha sido puesto a la defensiva por permitir el uso de bases colombianas a fuerzas militares estadounidenses. Por su parte, Venezuela ha seguido afectando impunemente los intereses de compañías mexicanas (y de muchos otros países), a la vez que genera una creciente inestabilidad con políticas armamentistas e injerencistas. De la competencia con Brasil, ni hablar. En lugar de que México creciera para tutearse con los BRICs, el banquero que acuñó el acrónimo ahora nos ubica en una categoría similar a la de Vietnam.
En particular, la falta de definiciones se ha resentido en Centroamérica. Siendo realistas, ahí es donde México tendría que haber concentrado mayor atención y recursos, para afianzar su dimensión predominante. No ha sido así. A pesar de los intentos para transformar el fallido Plan Puebla-Panamá en un Proyecto Mesoamericano, la crisis en Honduras ha dejado al descubierto la falta de peso político de nuestro país. El carácter insostenible del enfoque basado en una distensión con la ALBA no resuelve nada.
Los retos se agudizan y los temas de la agenda global se multiplican. El cambio climático y el agotamiento de los recursos energéticos fósiles, la tendencia rearmamentista y la inseguridad alimentaria, nos demandan propuestas e iniciativas imaginativas, a la altura de la tradición diplomática que distingue a México.
Nuestra integración con Estados Unidos y Canadá, la “alianza estratégica” con la Unión Europea, la pertenencia a APEC y la OCDE, la participación en el Consejo de Seguridad de la ONU y la presencia en el G5 y el G20, no se han traducido en una mayor influencia de México. Queda la segunda mitad del sexenio, y el 2010 será un año de alto riesgo. Las definiciones todavía pueden darse, pero el tiempo apremia.
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La semana pasada, el gobernador electo de Nuevo León me honró al encargarme la coordinación de su equipo de transición, por lo que debo hacer un paréntesis en mis colaboraciones para El Norte. Quiero agradecer al equipo editorial por su apoyo y, más que nada, a los lectores por permitirme compartir estas reflexiones quincenales. Hasta la próxima.