Saturday, November 15, 2025

El poder se mide en la tormenta

El poder se mide en la tormenta

Javier Treviño

@javier_trevino

En tiempos de polarización y desconfianza, el verdadero liderazgo no se demuestra en la victoria ni en el discurso, sino en la manera en que se ejerce el poder cuando todo tiembla. Un país necesita líderes que entiendan que la integridad no es un adorno moral, sino la condición indispensable para gobernar.

Hay momentos en los que gobernar parece sencillo: los vientos soplan a favor, los indicadores acompañan, los aliados aplauden. Pero la verdadera política se mide en los días en que el suelo se abre bajo los pies. Las crisis —sanitarias, económicas, institucionales o morales— son los exámenes que definen el carácter de los líderes y el destino de las naciones. No es la crisis la que marca el futuro, sino la respuesta que se da ante ella.

A veces confundimos la fuerza con el ruido, la decisión con la imposición, la popularidad con el liderazgo. Nos hemos acostumbrado a que el poder se mida por la capacidad de dominar, no de servir; de vencer, no de convencer. Pero la historia enseña una lección implacable: el poder revela quiénes somos. No transforma: desnuda.

El liderazgo auténtico no se demuestra en la calma, sino en la tormenta. Cuando se pierde la ruta, cuando las instituciones tiemblan, cuando los ciudadanos desconfían, lo único que sostiene al líder es su integridad.

Integridad: el límite que da sentido al poder

He aprendido —en el servicio público y en la empresa— que el poder no es un premio, sino un préstamo. Y todo préstamo exige rendición de cuentas. El deterioro ético de los gobiernos suele comenzar cuando los líderes olvidan esta premisa. Primero llega la arrogancia: la creencia de que el triunfo concede impunidad. Luego, la búsqueda indisciplinada de “más”: más control, más aplausos, más lealtades ciegas. Después, la negación de errores. Y finalmente, el autoengaño.

Jim Collins lo explicó como la “hubris nacida del éxito”: el exceso de confianza que precede a la caída. Bertrand de Jouvenel lo había advertido antes: el poder tiende naturalmente a expandirse, y sólo la integridad —respaldada por instituciones sólidas— puede contenerlo.

Por eso, no bastan los discursos sobre honestidad. Hace falta diseño institucional: contrapesos, transparencia, evaluación. La integridad no se declama: se estructura. No es un rasgo individual, sino un principio que debe incorporarse en la arquitectura del Estado. Sin esa estructura, la moral se vuelve retórica y la política, simulación.

El poder como servicio, no como espectáculo

El liderazgo ético parte de una premisa sencilla: gobernar es servir, no mandar. Pero en nuestra cultura política, el poder todavía se concibe como posesión personal. La pregunta dominante suele ser “¿qué puedo hacer con el poder?”, en lugar de “¿qué debo hacer con él?”. Esa diferencia marca la frontera entre la ambición legítima y la soberbia destructiva.

Cada decisión pública tiene un costo humano: afecta vidas, familias, oportunidades. Por eso el ejercicio del poder requiere humildad intelectual y contención moral. La rendición de cuentas no debilita: fortalece. La transparencia no obstaculiza: legitima. El liderazgo ético no se mide por la ausencia de errores, sino por la capacidad de reconocerlos a tiempo.

En algunos países, el perdón y la autocrítica siguen siendo vistos como signos de debilidad. Pero Daniel Pink lo plantea con claridad: el arrepentimiento, bien entendido, es una brújula moral. Humaniza al líder, reconstruye confianza y corrige el rumbo. Un gobierno que sabe decir “nos equivocamos” recupera autoridad moral; uno que niega sus fallas, pierde la realidad.

En algunos países, los nuevos gobiernos suelen presentarse como refundaciones. Lo anterior se demoniza; el pasado se borra; la historia comienza “ahora sí”. Ese impulso épico genera entusiasmo, pero también parálisis. Andrew Blum ha señalado que una transición ética no destruye lo anterior: lo reconoce, lo corrige, lo mejora.

Un país exitoso no necesita refundaciones cada seis años. Necesita continuidad con aprendizaje. El cambio responsable no arrasa: construye sobre lo rescatable. Gobernar no es demoler, sino reparar. Las instituciones se fortalecen cuando el nuevo liderazgo reconoce el esfuerzo de quienes lo precedieron, aun con errores. El perdón político, bien entendido, no exonera: madura.

El verdadero cambio no es discursivo, sino institucional. Las políticas públicas deben resistir al gobernante de turno; las reglas, al capricho; las decisiones, a la popularidad momentánea. El legado no es un monumento: es una institución que funciona sin tu firma.

Liderar en la tormenta

Si la integridad es la columna vertebral del poder, la crisis es su campo de prueba. Los países enfrentan crisis que definen generaciones: terremotos, devaluaciones, pandemias, emergencias de seguridad. En cada una aparece un patrón: la confianza ciudadana se quiebra cuando predomina la improvisación, la mentira o la arrogancia; y se reconstruye cuando hay claridad, empatía y método.

La resiliencia —esa palabra que hemos vaciado de contenido— no significa aguantar: significa transformarse. Nathan Furr y Susannah Harmon lo explican así: la incertidumbre puede ser una fuente de innovación si se la enfrenta con apertura, aprendizaje y propósito.

En tiempos inciertos, la confianza pública es el activo más frágil. Se gana con verdad, coherencia y presencia emocional. Se pierde con manipulación y silencio. El liderazgo responsable no promete certezas imposibles; ofrece esperanza activa, esa que Dov Seidman define como “la confianza que surge de la acción responsable”.

El liderazgo en crisis no se improvisa. Se prepara con instituciones. Por eso es importante asumir una nueva mentalidad: construir un Estado estratégico, capaz de anticipar, planear y ejecutar con método. No se trata de tener un plan para cada imprevisto, sino de tener capacidades para adaptarse sin perder el rumbo.

Peter Drucker lo resumió mejor que nadie: “La estrategia sólo vale lo que vale su ejecución”. Las mejores intenciones se desmoronan si no hay equipos competentes, datos confiables y procedimientos claros.

En una época dominada por la velocidad y la estridencia, es necesarioreivindicar la pausa. Emerson decía que “las pausas entre las frases de un sabio son tan notables como su discurso”. Gobernar también exige saber callar para escuchar, detenerse para pensar, esperar para decidir.

La pausa no es debilidad; es inteligencia. Quien se toma el tiempo de escuchar evita errores irreparables. Quien se precipita, multiplica el daño. En las redes sociales gana quien grita más; en el gobierno, quien acierta más. La pausa protege el juicio, y el juicio protege la integridad.

Cinco capas de confianza

La confianza —ese intangible esencial— se construye en capas:

1. Claridad y consistencia: decir qué se hace y por qué.

2. Transparencia: explicar las decisiones y sus límites.

3. Presencia emocional: acompañar, no pontificar.

4. Escucha activa: corregir sin dramatismo.

5. Coherencia: alinear palabra y acción.

Cuando estas capas se erosionan, la legitimidad se evapora. La comunicación eficaz, como recordaba Steven Fink, es tan importante como la decisión misma: no busca “likes”, busca comunidad.

La polarización ha convertido a la moderación en un acto de valentía. En un entorno binario, escuchar al otro es sospechoso. Sin embargo, la democracia sólo sobrevivirá si reconstruye su centro ético y democrático: el espacio del acuerdo, la mesura y el respeto al adversario.

El centro no es tibieza; es oficio. Implica defender reglas cuando a otros conviene romperlas, reconocer virtudes del rival cuando todos exigen insultarlo, y mantener la puerta abierta al diálogo cuando otros piden castigo. Reconciliar no es gesto romántico: es una política pública.

El liderazgo íntegro no incendia: ilumina. No divide: equilibra. No promete unanimidad: construye confianza.

Tres anclas cuando todo se mueve

Cuando el huracán arrecia, el liderazgo necesita tres anclas:

1. Propósito: recordar para qué se gobierna.

2. Perspectiva: mirar más allá del corto plazo.

3. Calma activa: actuar sin estridencia, decidir sin soberbia.

Winston Churchill decía que “a cada persona le llega su mejor hora”. Para México, esa hora puede ser ahora, en medio del ruido, de la fatiga democrática, de la desconfianza. El propósito devuelve sentido, la perspectiva evita la improvisación y la calma activa restaura la confianza.

Muchos jóvenes mexicanos miran la política con hastío. Y con razón. Han visto corrupción, cinismo, impunidad. Pero el desencanto no puede ser la coartada de la indiferencia. La salida no es el desprecio: es la profesionalización. Antes del cargo, brújula moral. Antes del discurso, evidencia. Antes del aplauso, método.

El poder desnuda; por eso hay que llegar preparado. Formarse, estudiar historia, entender economía, dominar tecnología, cultivar empatía. Y sobre todo, mantener la promesa doble que define el liderazgo ético: no mentir y no humillar. La primera sostiene la confianza; la segunda, la convivencia.

Muchos países necesitan una generación de servidores públicos que midan su éxito no por el tamaño del presupuesto, sino por la profundidad del impacto. Que entiendan que la popularidad es efímera, pero la decencia perdura.

El poder que se contiene

En la historia de México, los momentos de mayor avance institucional han surgido cuando alguien supo contenerse. Benito Juárez al limitar su mandato; Plutarco Elías Calles al institucionalizar el poder; los arquitectos de la transición democrática al pactar reglas.

Hoy, contenerse vuelve a ser revolucionario. Respetar la ley, aceptar los límites, rendir cuentas, escuchar al otro, construir sin destruir: esas son las formas más modernas del éxito político.

La ética no es obstáculo para gobernar; es su condición. Sin ética, la política se degrada en espectáculo. Con ética, se eleva a su propósito original: el arte serio de cuidar lo que somos.

He visto gobiernos colapsar por soberbia y resurgir por coherencia. He visto ciudadanos volver a creer porque alguien tuvo el valor de decir la verdad, abrir los datos, corregir el rumbo y compartir el mérito.

El poder sólo vale si sabemos ponerle límites. Esos límites no están en los códigos ni en las urnas, sino en la conciencia de quien decide.

La integridad no es una bandera para presumir; es un trabajo diario, silencioso y valiente. Pero cuando se ejerce, cuando se rinde cuentas y se respeta el límite, ocurre algo poderoso: la gente vuelve a creer. Y cuando la gente cree, la política vuelve a tener sentido.

https://www.sdpnoticias.com/opinion/el-poder-se-mide-en-la-tormenta/


Saturday, November 08, 2025

Líderes con carácter y rumbo

Líderes con carácter y rumbo

Javier Treviño

@javier_trevino

La política no es espectáculo ni fatalidad: es un oficio serio, ético y humano. Las sociedades exitosas tienen líderes con carácter, buen juicio y método; líderes que generan valor público, no sólo likes en sus redes. 

Cada día, un líder —un alcalde, un director de escuela, un jefe de policía, un secretario, un empresario— toma decisiones que cambian el destino de otras personas. A veces basta un tuit para incendiar la conversación pública; otras, una decisión silenciosa corrige una injusticia y nadie la aplaude. 

La ética no es un lujo teórico: es una herramienta práctica para orientar el poder hacia el bien común. Lo he visto en la administración pública y en la empresa: cuando la ética falta, el poder destruye; cuando la ética manda, el poder edifica.

Hoy mezclamos el escepticismo con los mitos: “la política es corrupción”, “todos son iguales”, “nada cambia”. Entiendo ese desencanto. Pero no lo acepto como destino. La política, ejercida correctamente, es el arte de crear un orden social justo. Si hoy muchos la miran con desprecio es, en parte, porque la confundimos con espectáculo. El liderazgo se mide por el valor público que genera, no por la cantidad de reflectores que atrae.

Gobernar no es mandar: es entender y servir. La política es una disciplina que requiere método, datos, inteligencia colectiva. El poder revela lo que somos: no cambia a los líderes; pero sí los desnuda. Si una brújula está dañada, el cargo no la arregla; sólo amplifica el problema.

Carácter: la condición no negociable

Un líder no se define por el cargo, sino por el carácter. Eso no aparece en campañas ni en encuestas. Pero en las crisis es lo único que sostiene al líder. El carácter se forja en decisiones pequeñas y constantes: elegir lo correcto cuando nadie mira; rectificar cuando te equivocas; resistir la tentación del aplauso fácil. Un líder sin ética puede administrar, pero nunca transformará.

¿Cuál es ese “inventario moral” del liderazgo público? Creo que hay tres virtudes prácticas:

a) Prudencia: sabiduría para leer contexto, tiempos y consecuencias. No es cobardía; es medir antes de actuar.

b) Responsabilidad: gobernar es decidir hoy de modo que todavía puedas decidir mañana. Evitar la jugada espectacular que te deja sin salida.

c) Inteligencia emocional: escuchar, contener, preguntar, leer el ánimo social. La técnica sin empatía fracasa; la empatía sin técnica engaña.

El liderazgo no es una pasarela. La política convertida en espectáculo degrada la conversación nacional. El estadista piensa con responsabilidad en las próximas generaciones.

La decencia como forma de resistencia

Se dirá que la palabra “decencia” suena anticuada. Yo creo que es revolucionaria. Decencia es tratar con respeto incluso al adversario; usar el poder sin humillar; cuidar la palabra pública porque construye o destruye confianza. Un liderazgo decente rinde cuentas, reconoce errores y evita el doble discurso. No es blandura; es fuerza contenida.

La decencia se nota, sobre todo, en cómo tratas a quienes no te aplauden. En el lenguaje que eliges. En el foro que abres. En si permites que una crítica válida mejore una política. Un país que normaliza la grosería desde el poder acaba erosionando su democracia.

El liderazgo exitoso combina tres modos de pensar:

a) Analítico: para entender la complejidad y ordenar la información.

b) Político: para negociar, construir coaliciones y transformar ideas en hechos.

c) Soberano: para mirar el país entero y el largo plazo por encima del ciclo de la próxima encuesta.

Esa síntesis se traduce en una convicción: liderar es servir, no servirse. No basta con querer el bien; hay que saber hacerlo posible.

Seis rasgos del liderazgo efectivo

A partir de mi experiencia en el gobierno federal, estatal, el congreso y el sector privado, resumo seis rasgos que separan al líder del mero administrador:

1) Buen juicio. No es solo acertar; es leer el tiempo, calibrar riesgos, preguntarse a quién beneficia una decisión y con qué costo. El juicio se entrena: es la distancia de la inmediatez, contraste de perspectivas, humildad para corregir.

2) Pensamiento estratégico con ejecución. La buena intención sin plan frustra. El idealismo sin pragmatismo se convierte en retórica. Estrategia es priorizar lo que mueve la aguja, traducirlo en políticas, medir y ajustar.

3) Mentalidad de fundador. Con el crecimiento llega la burocracia y se pierde el propósito. En gobierno, ese “síndrome de la complejidad” mata resultados. Mantener urgencia, foco y cercanía con la gente es indispensable.

4) Curiosidad intelectual. El líder que deja de aprender deja de servir. Escuchar voces distintas, desaprender esquemas caducos, actualizarse en economía, tecnología y políticas públicas no es vanidad, es supervivencia institucional.

5) Construcción de equipos. Gobernar bien es trabajo de muchos. Los silos matan. El líder convoca talento, delega, crea confianza, forma nuevos liderazgos y elimina ambientes tóxicos. El legado no es una obra, es la gente.

6) Fortaleza emocional. En la crisis —pandemia, desastre, violencia— la comunidad necesita templanza. No frialdad técnica, sino serenidad con humanidad. Decir “no tengo todas las respuestas, pero aquí estoy” genera más legitimidad que cualquier slogan.

Decidir mejor con método, no con ocurrencias

Gobernar es cosa seria; decidir con responsabilidad entre ruido, urgencia y presiones. Eso no se improvisa. Se construye un modelo de decisiones que combine evidencia, deliberación y criterio. He visto dos trampas: el análisis interminable que paraliza y el impulso que atropella. 

El camino correcto requiere método y disciplina:

a) Flexibilidad mental y emocional para leer la situación: Intervenir y conducir, hacer preguntas y observar, generar empatía y cohesión, hacer pausa consciente antes de responder.

b) Inteligencia cuantitativa: datos sí, pero al servicio de la pregunta correcta. La sobreinformación confunde tanto como la ignorancia.

c) Pensamiento sistémico: ver el bosque, no solo el árbol. Las políticas bien intencionadas fallan por efectos no previstos. Senge dice bien: “Los problemas de hoy vienen de las soluciones de ayer”.

Las preguntas incómodas que todo líder debe hacerse frente a una decisión importante: ¿Qué no estoy viendo? ¿A quién no he escuchado? ¿Qué sesgo me domina? ¿Esta decisión construye un bien colectivo aunque sea impopular? ¿Cómo haré reversible un error si me equivoco? Los buenos procesos permiten corregir sin destruir.

Cuidado con el “sesgo de confirmación” (escuchar solo a quienes nos dan la razón) y con el “pensamiento de rebaño” (decidir por miedo a la disonancia). Por eso hay que rodearse de gente que pueda decir: “te estás equivocando”. Adam Grant lo explica bien: crear entornos que favorezcan el replanteamiento. La fortaleza de un gobierno no es su unanimidad, es su capacidad de aprender en público.

Liderar con rumbo: visión, proceso y ciudadano al centro

Un gobierno sin estructura decide por humor o conveniencia electoral. La improvisación sirve en campaña; en la administración estorba. Liderar con rumbo es tener una visión clara, un proceso deliberativo y una conexión real con la ciudadanía.

Un equipo de gobierno eficaz evita fuegos artificiales y construye confianza: Aprende a ver desde múltiples lentes; a definir un proceso de toma de decisiones; a cuidarse de las emociones; a tener claridad de hacia dónde vamos. 

A esto sumo el diseño centrado en el ciudadano. No se gobierna desde el escritorio. Se gobierna caminando por los mercados y barrios, escuchando a la gente que vive los problemas. El diseño no es algo cosmético; es ética aplicada: obliga a mirar desde la experiencia del otro y a ajustar la política a su realidad. 

Vivimos la era de los datos. Antes de hacer masiva una política, probemos, ajustemos, midamos. La tecnología ayuda, pero no sustituye el juicio. Los tableros no gobiernan solos. No hay liderazgo sin conexión emocional; sin respeto no hay legitimidad; y sin legitimidad no hay rumbo posible.

A los jóvenes: exigencia y responsabilidad

Muchos jóvenes me preguntan si todavía vale la pena creer en la política. Mi respuesta es sí, siempre y cuando la entendamos como servicio guiado por principios y conocimiento. No se trata de resignarnos al cinismo ni de caer en la ingenuidad. Se trata de profesionalizar la política: estudiar, compararnos con los mejores, exigir resultados, formar equipos diversos, hablar con evidencia, escuchar con humildad.

El liderazgo que transforma es el que convoca, no el que impone; el que piensa a largo plazo, no el que administra la coyuntura; el que crea valor público, no el que cultiva la vanidad.

Nuestra sociedad no necesita superhéroes ni profetas. Necesita mujeres y hombres con buen juicio, decencia, método; gente capaz de escuchar y decidir, de inspirar y ejecutar. Si recuperamos el carácter como centro del liderazgo, si profesionalizamos la toma de decisiones, si devolvemos la política a su propósito —servir a la gente—, entonces sí podremos mirar a los ojos a la próxima generación y decir: dejamos el país mejor que como lo recibimos.

Javier Treviño es autor del libro “Silos, celos y círculos íntimos: México necesita líderes como tú” https://a.co/d/dAw7O17

https://www.sdpnoticias.com/opinion/lideres-con-caracter-y-rumbo/


Saturday, November 01, 2025

Silos, celos y círculos íntimos

Silos, celos y círculos íntimos

Javier Treviño

@javier_trevino

México vive una paradoja. Nunca habíamos tenido tanto talento, tanta tecnología, tanta información, y al mismo tiempo, tanta desconfianza. Nunca habíamos contado con una generación tan preparada y creativa, y a la vez, tan escéptica del sistema. En esta época de contradicciones —donde el cambio es constante, pero la esperanza parece escasa— surge una pregunta esencial: ¿quiénes serán los líderes que construyan el futuro de México?

Esa es la pregunta que me llevó a escribir mi libro “Silos, celos y círculos íntimos: México necesita líderes como tú” https://a.co/d/8vgXFwh . Es un libro sobre liderazgo, pero también sobre cultura política, sobre valores humanos y sobre el tipo de país que queremos ser. Lo escribí con una convicción profunda: México no cambiará con más poder, sino con mejor liderazgo.

Los tres muros que frenan a México

El título del libro resume una realidad que todos intuimos, pero que rara vez analizamos a fondo. Los silos, los celos y los círculos íntimos son las tres estructuras invisibles que bloquean nuestro progreso colectivo.

Los silos son esas divisiones mentales e institucionales que separan al gobierno de las empresas, a la academia de la sociedad civil, a las generaciones entre sí. Son muros de aislamiento que impiden el diálogo y la cooperación.

Los celos son la desconfianza que nos paraliza. En lugar de admirar el talento ajeno, le tememos. En vez de colaborar, competimos por el crédito. Y así, desperdiciamos energía en rivalidades estériles.

Los círculos íntimos son los espacios cerrados de poder donde siempre están los mismos. Clubes invisibles que deciden, excluyen y perpetúan jerarquías.

Estos tres fenómenos —silos, celos y círculos íntimos— no sólo existen en la política. Están en las empresas, en las universidades, en los medios, en las comunidades. Son el ADN de un sistema que premia la lealtad sobre la competencia, la cercanía sobre el mérito.

Romperlos no es fácil. Implica cambiar mentalidades, abrir espacios, asumir riesgos. Pero es indispensable hacerlo si queremos construir un país más justo, innovador y competitivo.

El liderazgo como servicio

En el libro propongo algo muy simple, pero radical: liderar no es mandar; es servir. El poder no transforma nada por sí mismo. Lo que transforma es el propósito.

He trabajado durante décadas en el servicio público y en el sector privado, dentro y fuera de México. He visto cómo el poder puede elevar o destruir, unir o dividir. Y he llegado a la conclusión de que el poder revela el carácter. No lo forma, lo desnuda.

Un líder ético usa el poder para abrir puertas. Un líder sin ética lo usa para cerrarlas. Por eso, el verdadero liderazgo no consiste en dominar, sino en inspirar; no en controlar, sino en generar confianza.

Esa confianza —que parece escasa en nuestros tiempos— es la moneda más valiosa del futuro. Confianza en las instituciones, en los equipos, en la palabra empeñada. México no necesita más líderes carismáticos, sino más líderes confiables.

El liderazgo ético: una tarea urgente

La ética es el hilo conductor del libro. No una ética abstracta, sino una ética práctica, cotidiana: la que se demuestra en la forma de escuchar, de decidir, de rendir cuentas.

Un líder sin ética puede ganar elecciones, pero no puede construir futuro. Puede administrar un gobierno o una empresa, pero no puede inspirar una transformación.

Por eso, propongo rescatar una palabra que parece anticuada: decencia. Ser decente hoy es un acto revolucionario. Es resistirse al cinismo, a la impunidad, a la trampa fácil. Es decidir hacer lo correcto incluso cuando nadie está mirando.

En un entorno donde la corrupción se normaliza y el mérito se desprecia, la decencia se convierte en una forma de poder. No el poder de la fuerza, sino el poder de la coherencia.

El poder del ejemplo

El liderazgo no se enseña con discursos; se enseña con ejemplos. Los líderes más recordados —en política, en educación, en ciencia o en negocios— son los que predicaron con el ejemplo. Hombres y mujeres que entendieron que la autoridad moral es más poderosa que cualquier cargo.

En México hemos tenido casos notables: servidores públicos, empresarios, científicos y activistas que entendieron que su rol no era acumular privilegios, sino servir al bien común. Pero también hemos tenido el otro lado: líderes atrapados por el ego, por la vanidad o por la impunidad. El país que queremos depende de qué tipo de liderazgo predomine.

Por eso, escribí este libro como un llamado a las nuevas generaciones: los jóvenes pueden liderar distinto.

Una nueva generación de líderes

Los jóvenes de hoy no heredan sólo los problemas del país; heredan las herramientas para resolverlos. La inteligencia artificial, la ciencia de datos, la educación digital y la economía verde están redefiniendo las fronteras del liderazgo. Pero ninguna tecnología sustituye lo humano.

Como señalan los expertos, las habilidades blandas —comunicación, empatía, colaboración, pensamiento crítico— son el nuevo capital del siglo XXI.

Las empresas más exitosas ya no se miden sólo por su innovación tecnológica, sino por su capacidad de crear culturas humanas, equipos diversos y líderes empáticos. En 2030, las empresas más competitivas no serán las que tengan más robots, sino las que tengan personas capaces de hablar, aprender y liderar mejor que nadie.

La educación del futuro —y esto lo digo con convicción— debe centrarse en enseñar a usar la tecnología con propósito. Formar líderes híbridos: con soft y hard skills. Con razón y empatía. Con mente analítica y corazón ético.

Un playbook para empezar hoy

Muchos jóvenes me preguntan: ¿Por dónde empiezo? Mi respuesta es: Empieza por ti. El liderazgo se construye desde lo cotidiano. Desde cómo escuchas, cómo colaboras, cómo reconoces al otro. Las grandes transformaciones comienzan con pequeños gestos.

Aquí propongo una lista de jugadas de acción inmediata:

1. Rediseña tus reuniones. Empieza escuchando. Deja que todos hablen antes de decidir.

2. Da retroalimentación constructiva. No sólo señales errores: celebra aciertos.

3. Aprende fuera de tu zona de confort. Si estudias ingeniería, lee filosofía. Si haces política, aprende ciencia de datos.

4. Cuida tu lenguaje. Las palabras construyen realidades. Hablar con respeto cambia culturas.

5. Haz del propósito un hábito. Pregúntate por qué haces lo que haces. Si no lo sabes, búscalo hasta encontrarlo.

Liderar no es un título, es una práctica. Y cada conversación, cada decisión, cada silencio puede ser una lección de liderazgo.

Romper los círculos: abrir México al mérito

En México todavía se confunde el liderazgo con la pertenencia a un círculo. Pero el liderazgo verdadero no depende de los apellidos ni de los contactos: depende del mérito, de la preparación y de la integridad.

Romper los círculos íntimos del poder —en política, empresas, medios o academia— es abrir el país al talento. Es permitir que las ideas nuevas encuentren espacio. Es democratizar la oportunidad.

Un país que abre puertas florece. Un país que las cierra se marchita. Por eso, el liderazgo que propongo en “Silos, celos y círculos íntimos” no es exclusivo: es colaborativo, intergeneracional e incluyente.

El futuro del liderazgo

Los próximos diez años serán decisivos. El avance tecnológico, la automatización, la transición energética y los cambios demográficos transformarán el mapa del poder global. Pero la verdadera revolución no será tecnológica, sino humana.

El liderazgo del futuro será ético o no será. Será empático o será irrelevante. Será colaborativo o será ineficaz. Las organizaciones del futuro valorarán más la capacidad de construir confianza que la de acumular poder.

Y las universidades —si quieren formar a los líderes de ese futuro— deberán enseñar algo más que conocimiento técnico: deberán enseñar carácter, juicio y humildad. El liderazgo del futuro será educativo. No impondrá, enseñará. No mandará, inspirará. No dividirá, unirá.

Un pacto intergeneracional

México necesita un nuevo pacto entre generaciones. Mi generación tiene la obligación de compartir su experiencia y de abrir espacios. La de ustedes, de los jóvenes, tiene la oportunidad —y la responsabilidad— de innovar, de cuestionar, de hacer mejor las cosas.

El país no cambiará de arriba hacia abajo ni de abajo hacia arriba. Cambiará de adentro hacia afuera, cuando aprendamos a confiar, a colaborar, a sumar.

Romper los silos y los celos no es un ejercicio teórico: es una estrategia de supervivencia. Porque ningún país puede prosperar si su talento se desperdicia en desconfianza o en división.

Una nueva cultura del liderazgo

El mensaje central de “Silos, celos y círculos íntimos” es que el liderazgo se aprende, se entrena y se comparte. No hay que esperar a ser jefe para liderar. Se lidera cuando das el ejemplo, cuando tomas responsabilidad, cuando inspiras confianza.

Por eso, el liderazgo del siglo XXI no pertenece a los poderosos, sino a los comprometidos. A quienes deciden actuar con propósito. Las empresas, las escuelas, los gobiernos y las comunidades necesitan líderes que unan, no que dividan. Que colaboren, no que compitan. Que sepan que el poder sólo tiene sentido cuando mejora la vida de los demás.

Una invitación

Escribí este libro como un acto de esperanza. Porque creo, sinceramente, que México puede ser un país de instituciones fuertes, de empresas éticas, de ciudadanos libres y participativos.

Porque estoy convencido de que los jóvenes mexicanos —ustedes— son la generación que puede romper el ciclo del egoísmo y construir una cultura de colaboración.

Mi invitación es simple: no esperes a que alguien más cambie las cosas. Cámbialas tú. Desde donde estés. Prepárate. Aprende. Enseña. Inspira.

Liderar no es un privilegio, es una responsabilidad. Y el futuro del país depende de que más personas asuman esa responsabilidad con pasión, con inteligencia y con integridad. El liderazgo no se hereda ni se impone. Se elige todos los días. Y México necesita más personas que elijan liderar con propósito.

El país está esperando nuevas voces, nuevas ideas, nuevas formas de servir. Y tú puedes ser una de ellas. México necesita líderes como tú.

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Puedes encontrar mi libro “Silos, celos y círculos íntimos: México necesita líderes como tú” en Amazon y Kindle https://a.co/d/4rZhWnI

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