El mensaje no es un adorno
Javier Treviño
@javier_trevino
Llevamos años viviendo en una tormenta perfecta: exceso de información, redes sociales que amplifican lo superficial, escándalos que duran 24 horas y desconfianza creciente hacia cualquier figura pública. Todo se comunica, pero muy poco se comprende. Y en medio de ese ruido, a la hora de las elecciones, los candidatos siguen creyendo que con spots ingeniosos, jingles pegajosos y encuestas a modo basta para ganar.
No. Las campañas que de verdad cambian algo —las que mueven a la gente a salir de su casa un domingo, hacer fila y marcar una boleta— se ganan con algo mucho más profundo: una narrativa. Una historia que le cuide el rostro al ciudadano, que le ponga palabras a lo que siente, que le ofrezca un lugar en el futuro que se está proponiendo.
No es tener la razón, es conectar
Los “cuartos de guerra” se llenan de buenos diagnósticos, propuestas sólidas, documentos muy bien escritos… que nunca llegan al corazón de nadie. Sin embargo, también hay campañas con pocos recursos, pero con una historia clara, capaces de darle sentido a la rabia, al miedo y a la esperanza de la gente.
Esa es la diferencia entre “tener razón” y “conectar”. La política es, en el fondo, una disputa por el significado de las cosas: qué entendemos por justicia, quién puede hablar en nombre del pueblo, qué futuro vale la pena imaginar. Si una campaña reduce todo a ataques y slogans huecos, pierde la oportunidad más valiosa: redefinir esas preguntas.
Un mensaje claro no es un mensaje simplón. No se trata de encoger la complejidad a una frase de tres palabras. Se trata de ordenar esa complejidad, nombrarla, devolverla al ciudadano en un lenguaje que pueda entender, sentir y repetir. Un buen mensaje hace que la persona se sienta vista, reconocida, invitada a algo que vale la pena.
¿Desde el algoritmo o desde el barrio?
Uno de los grandes males de la política actual es que demasiadas campañas se diseñan para el algoritmo, no para el ciudadano. Se construyen desde la comodidad del sofá del consultor en vez de hacerlo desde el mercado, el transporte público, la escuela, el hospital. Se piensan para impresionar en TikTok o Instagram, no para responder al “¿y a mí qué?” de quien vive con un salario mínimo.
Por eso tantas estrategias suenan a plástico: frases que podrían decirse en cualquier país, en cualquier elección, por cualquier candidato. Es la política de plantilla: ponen el nombre, el color y el logo… y todo lo demás es intercambiable.
El político que quiera trascender necesita algo más que un buen publicista: necesita escuchar. Escuchar de verdad. Saber qué enoja, qué duele, qué ilusiona. Estar presente, en cuerpo y en espíritu, en la vida cotidiana. Porque la emoción que mueve el voto no surge de un “focus group”; nace de historias reales de frustración, miedo y esperanza.
La buena campaña no manipula esa emoción: la reconoce y la acompaña. No inventa enemigos, propone causas comunes. No vende humo, construye puentes.
La columna vertebral es el mensaje
Como ciudadano, me gustaría que los equipos de campaña, antes de pagar espectaculares, redes, giras y debates, respondieran una sola pregunta: ¿cuál es nuestro mensaje? No ¿qué vamos a prometer? No ¿a quién le vamos a pegar? El mensaje es ese hilo conductor que une cada discurso, cada entrevista, cada volante. Si ese hilo no existe, la campaña se convierte en un rompecabezas: muchas piezas sueltas que nadie sabe cómo arman una sola imagen.
Un buen mensaje exige tres cosas:
1. Una verdad emocional. No nace en una hoja de cálculo, sino en la calle. En la rutina del padre que toma dos camiones para llegar a su trabajo, en la ansiedad del joven que no encuentra empleo, en la angustia de la madre que sale a la calle sin saber si regresará. Cuando el mensaje toca una verdad compartida, deja de sonar a discurso y empieza a verse como un espejo.
2. Una visión de futuro. La campaña no es sólo sobre lo que está mal, sino sobre lo que se puede construir. ¿Qué ciudad, qué país, qué comunidad estamos invitando a imaginar? El mensaje debe ser un puente entre la realidad y la posibilidad, no un muro de quejas.
3. Una narrativa accionable. No basta con emocionar. Hay que darle al ciudadano un papel en la historia: “esto puedes hacer tú, esto vamos a hacer juntos”. El votante no quiere ser público en la grada: quiere sentir que tiene influencia, que su participación importa.
Cuando esas tres capas se alinean, la campaña deja de ser una serie de frases y se convierte en un relato. Y los países, como las personas, necesitan relatos para seguir adelante.
Los jóvenes: de “problema” a “protagonistas”
Se repite como mantra que “a los jóvenes no les interesa la política”. Eso es falso. A los jóvenes no les interesa “esta política”: la que no los escucha, no los deja decidir, no entiende su manera de organizarse.
Ellos ya están participando: en causas climáticas, movimientos feministas, luchas por derechos digitales, protestas contra la violencia. Lo hacen en redes, colectivos, asambleas, en la calle. La pregunta no es cómo hacer que descubran la política; es cómo dejar de estorbar en la política que ya están creando.
Los partidos que sólo se acuerdan de los jóvenes para que llenen mítines o bailen en TikTok se están cavando su propia tumba. La nueva generación no se moviliza por lealtad a una sigla, sino por causas: justicia, igualdad, clima, futuro. No le interesan las pirámides rígidas, sino las redes horizontales.
Mover a los jóvenes exige cuatro cosas: un propósito que trascienda la elección; una organización que de verdad los deje entrar y decidir, una narrativa que hable su idioma sin caricaturizarlos; y una apuesta por formarlos como líderes, no sólo como “votantes objetivo”.
Cuando se les reconoce como sujetos políticos y no como decorado de campaña, los jóvenes dejan de ser “el segmento difícil” y se vuelven la energía que empuja el cambio.
La narrativa: el alma de la campaña
La narrativa política es la arquitectura invisible que sostiene todo: el mensaje, las propuestas, los gestos, las alianzas. Es la respuesta a una pregunta sencilla y poderosa: ¿qué problema vamos a resolver juntos?
Hay campañas que se montan sobre temas de posición: dividen al país en dos bandos, levantan banderas morales y obligan a la gente a alinearse. Otras apuestan por el desempeño: hablan de resultados, de comparaciones, de datos. Y otras construyen desde los atributos del candidato: su historia, su carácter, su biografía.
Las más efectivas combinan las tres: presentan a un líder reconocible, conectan con un enojo o una aspiración real y, al mismo tiempo, ofrecen respuesta concreta a problemas específicos. No viven sólo del pasado ni del “yo”, sino del futuro compartido.
Hemos visto cómo una narrativa simple, emocional y reiterada —la lucha contra la corrupción, el pueblo contra la élite— fue capaz de reordenar por completo el sistema de partidos. Independientemente del juicio que tengamos sobre sus resultados, sería un error negar la potencia de ese relato.
Mientras tanto, gran parte de la oposición ha padecido el síndrome de la campaña sin historia: muchas propuestas, poca emoción; muchas conferencias de prensa, pocas convicciones compartidas; mucho “en contra de”, poco “a favor de”.
Ningún país se renueva desde el rencor. Se renueva desde una narrativa que le diga a la gente no sólo qué está mal, sino en qué vale la pena creer.
Dos lecciones de campañas que dejaron huella
Pienso en dos ejemplos que, con todas sus diferencias, ilustran el poder de un mensaje bien construido.
El primero es el discurso de Luis Donaldo Colosio el 6 de marzo de 1994. No fue un texto técnico, ni un catálogo de promesas. Fue una radiografía ética de México: reconoció pobreza, desigualdad, injusticia, y habló de reformar el poder. Su fuerza no estuvo en una frase ingeniosa, sino en la coherencia entre lo que decía, lo que representaba y lo que estaba dispuesto a enfrentar. Por eso ese discurso sigue vivo en la memoria colectiva.
El segundo es el ascenso del movimiento que hoy gobierna México. Más allá de simpatías o rechazos, su éxito electoral no puede explicarse sin su relato: un villano claro (“la mafia del poder”), una promesa de reparación (“primero los pobres”), un héroe persistente que recorrió el país por años. A eso se sumó el contexto: corrupción, violencia, desigualdad. Cuando narrativa, liderazgo y momento se alinean, lo que ocurre no es sólo una elección ganada: es un cambio de época.
Los dos casos comparten algo: una historia que hacía sentido. No perfecta, no unánime, pero capaz de ofrecer a millones de personas una explicación de su presente y una puerta a un posible futuro.
El mensaje como acto ético
Podemos hablar de estrategias de campaña, segmentación, encuestas y redes. Pero al final, todo se reduce a una pregunta ética: ¿para qué quiero el poder y qué estoy dispuesto a prometer para conseguirlo?
Un mensaje honesto obliga al candidato a comprometerse con su propia historia. Si en campaña se usa el lenguaje para mentir, exagerar, manipular o inflamar odios, no debería sorprendernos que el resultado en el gobierno sea más división y más cinismo.
La comunicación política no es sólo propaganda; es pedagogía democrática. Cada campaña enseña algo al país: qué se vale decir, qué se aplaude, qué se normaliza. Por eso importa tanto cómo hablamos.
En tiempos de cinismo, lo más revolucionario es sonar sincero. Decir “no lo sé” cuando no se sabe. Reconocer límites. No prometer lo imposible. Y, sobre todo, alinear las palabras con los hechos. Porque al final, el elector se queda con una impresión muy simple: ¿le creo o no le creo? Y esa respuesta no depende del número de espectaculares, sino de la coherencia entre el mensaje, el mensajero y la realidad que comparten.
En política, quien no tiene claro su mensaje termina hablando solo. Y ya no estamos para más monólogos. Queremos una conversación adulta, exigente y esperanzadora entre ciudadanía y liderazgos. Una conversación con menos ruido y más sentido.
https://www.sdpnoticias.com/opinion/el-mensaje-no-es-un-adorno/
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