Saturday, December 20, 2025

La democracia que viene

La democracia que viene

Javier Treviño

@javier_trevino

Una de las tesis centrales de mi libro Silos, celos y círculos íntimos es que México no podrá resolver sus grandes desafíos sin una renovación profunda de su cultura política. No hablo sólo de instituciones, leyes o reformas administrativas. Hablo de algo más elemental: la relación que tenemos con la democracia, con la participación pública, con la idea misma de lo colectivo. Y entre todos los actores que están redefiniendo esa relación, uno destaca con particular fuerza: los jóvenes.

El futuro de la democracia mexicana no puede entenderse sin las nuevas generaciones. No es una frase hecha, ni un homenaje fácil al potencial juvenil. Es una constatación empírica: la estructura demográfica, los patrones de participación, los hábitos tecnológicos y la percepción social del poder están cambiando rápidamente. Y esos cambios obligan a replantear cómo se gobierna, cómo se comunica y cómo se construye legitimidad en el siglo XXI.

La distancia emocional entre jóvenes y política

Una de las paradojas más inquietantes de nuestro tiempo es que los jóvenes son, simultáneamente, el grupo más informado y el más desencantado de la democracia. No se trata de apatía, sino de exigencia. Como señala Pippa Norris, en su análisis sobre el “déficit democrático”, las nuevas generaciones no rechazan la democracia; rechazan su versión degradada: lenta, opaca, capturada por intereses y sin mecanismos reales de escucha.

Los datos lo confirman. Desde el Latinobarómetro hasta el Pew Research Center, documentan un fenómeno creciente: los jóvenes creen en la democracia como valor, pero no creen en las instituciones que deberían representarla. La promesa democrática se siente incumplida. La distancia entre el discurso público y la realidad cotidiana —desigualdad, informalidad, precariedad laboral, inseguridad— erosiona la confianza.

De ahí la pregunta central: ¿Cómo se reconstruye una democracia cuando las generaciones que deberían renovarla ya no confían en ella? La respuesta no puede ser paternalista ni defensiva. La clase política suele repetir que los jóvenes “no entienden”, que “no participan”, que “no les interesa”. 

Pero cuando uno observa el activismo climático, el crecimiento del voluntariado digital, las comunidades tecnológicas, los movimientos feministas o las redes de participación cultural, queda claro que los jóvenes sí participan, solo que participan en otros espacios, con otras reglas y con otras expectativas. Lo que no aceptan —y con razón— es la política tradicional: jerárquica, lenta, simbólicamente distante, encerrada en sus propios rituales y desentendida de los problemas reales.

La democracia en tensión: polarización, desinformación y el colapso de la conversación pública

Mi libro insiste en un punto que hoy atraviesa todas las democracias del mundo: la erosión del debate público. La política dejó de ser un intercambio racional de argumentos, y se convirtió en un choque permanente de identidades, agravado por tres fuerzas corrosivas: 

1) La polarización, que convierte al adversario en enemigo. 

2) La desinformación, que fragmenta la verdad en miles de relatos incompatibles. 

3) Las plataformas digitales, que premian la rabia, la velocidad y la simplificación.

La RAND Corporation lo llamó “Truth Decay”: la decadencia de la verdad como valor social. No es solo un fenómeno estadounidense; es global. En México lo vemos cada día: burbujas informativas, teorías conspirativas, campañas de odio, influencers que sustituyen a expertos y emociones que sustituyen a los hechos.

Los jóvenes han crecido dentro de ese flujo caótico, y han aprendido a desconfiar instintivamente de cualquier voz institucional. Para muchos de ellos, la democracia no es un sistema de representación, sino un campo de batalla narrativa donde gana quien grita más fuerte. ¿Cómo construir ciudadanía en este entorno?

La tecnología: aliada, amenaza y territorio de disputa

La tecnología es indispensable para entender el futuro democrático. Los jóvenes se mueven con naturalidad en entornos digitales hiperconectados, donde la información está disponible a una velocidad inédita. Pero esa misma tecnología crea dilemas profundos:

La atención es más frágil.

Las discusiones son más cortas y más emocionales.

Los algoritmos amplifican sesgos y extremismos.

La cultura del “scroll” dificulta el pensamiento crítico.

La privacidad se erosiona.

Y ahora llega la inteligencia artificial, que no solo transforma industrias, sino que redefine cómo se forma opinión pública. La IA puede informar, pero también puede manipular; puede empoderar a los ciudadanos, pero también puede vigilarlos; puede amplificar voces, pero también puede crear ejércitos de falsificaciones perfectas.

Lo advertía Yuval Noah Harari: “La tecnología amplifica las fuerzas humanas, no necesariamente la sabiduría humana”. Los jóvenes están en el centro de esa tensión. Son quienes mejor dominan la tecnología, pero también son quienes más riesgos enfrentan frente a la manipulación digital. El desafío democrático será enorme: ¿cómo garantizar que la tecnología fortalezca y no degrade la ciudadanía?

Los jóvenes como fuerza creadora, no solo como audiencia

Mi libro plantea un cambio fundamental: dejar de ver a los jóvenes como receptores pasivos que deben ser “convencidos”, y asumirlos como actores políticos creativos. Los jóvenes no solo consumen información; la producen, la transforman, la reinterpretan. Construyen identidad política a través de redes, lenguajes propios, códigos digitales, espacios de creatividad colectiva.

En muchos países, los avances democráticos recientes han sido impulsados por jóvenes. Los jóvenes no solo quieren votar: quieren incidir. ¿Qué significa renovar la democracia desde las nuevas generaciones?

1. Transparencia radical: Los jóvenes no toleran la opacidad. Exigen datos abiertos, información en tiempo real, cuentas claras y procesos visibles. Lo que no se puede mostrar, no se puede justificar.

2. Participación continua, no episódica: Para los jóvenes, votar cada tres o seis años es insuficiente. Buscan mecanismos de participación digital, consultas abiertas, espacios deliberativos y plataformas colaborativas.

3. Lenguaje claro y directo: El lenguaje político tradicional —solemne, abstracto, lleno de tecnicismos— ya no funciona. Los jóvenes buscan claridad, honestidad, autenticidad.

4. Políticas públicas basadas en evidencia: El “así siempre se ha hecho” no es argumento. Los jóvenes exigen rigor técnico, datos verificables y políticas evaluables.

5. Inclusión como principio rector: Los jóvenes no quieren democracias que excluyan por clase, origen, género o condición. Quieren espacios donde todas las voces cuenten.

6. Innovación institucional: La democracia debe actualizarse. No puede seguir operando con herramientas del siglo XX para los desafíos del siglo XXI.

Lo que está en juego: el sentido de futuro

Cada generación tiene un punto de quiebre: un momento en que la relación con el país se redefine: crisis climática, desigualdad, estancamiento salarial, violencia, estrés económico, incertidumbre laboral y deterioro institucional.

Pero también enfrenta una oportunidad histórica: el nearshoring, la IA, las industrias creativas, la economía digital, las nuevas energías y el peso creciente del talento mexicano en el mundo. 

Para que esa oportunidad sea real, la democracia debe reformarse. No habrá desarrollo sin esperanza, ni esperanza sin instituciones confiables.

1. La desconfianza es el mayor obstáculo para la democracia joven: Se combate con autenticidad, no con propaganda.

2. Los jóvenes participarán si sienten que su participación cambia algo: No en simulaciones, sino en decisiones reales.

3. La tecnología no sustituye la política; la obliga a reinventarse.

4. Las democracias sólidas son las que escuchan a sus nuevas generaciones, no las que las regañan.

5. La educación cívica debe adaptarse a la era digital: Pensamiento crítico, alfabetización mediática, ética tecnológica.

Un nuevo pacto con los jóvenes

Para reconstruir la relación entre jóvenes y democracia se requiere:

1. Crear instituciones juveniles con poder real: No consejos simbólicos. Instancias donde la voz juvenil incida en las políticas públicas.

2. Implementar presupuestos participativos digitales: Los jóvenes deben decidir directamente sobre una parte del gasto público.

3. Reformar la educación cívica: Menos memorización; más deliberación, debate, alfabetización informacional e inteligencia artificial.

4. Regular las plataformas con criterios democráticos: Transparencia algorítmica, combate a la desinformación y protección de datos.

5. Profesionalizar la comunicación pública: Mensajes claros, honestos, sin cinismo, sin manipulación, sin propaganda.

6. Crear laboratorios de innovación democrática: Espacios donde jóvenes, gobierno, academia y empresas diseñen políticas nuevas.

7. Invertir en proyectos comunitarios liderados por jóvenes: El talento emerge cuando se le da responsabilidad.

8. Apostar por políticas intergeneracionales: El futuro no le pertenece solo a un grupo: es un proyecto compartido.

Sin jóvenes no hay democracia posible

La democracia mexicana no está destinada al fracaso; está destinada a transformarse.

Y esa transformación llevará la firma de los jóvenes. Ellos no quieren un país que les hable del pasado; quieren uno que los invite a construir el futuro. No quieren rituales políticos; quieren soluciones. No quieren ser espectadores; quieren ser protagonistas.

En Silos, celos y círculos íntimos escribí que la confianza pública es el recurso político más escaso del país. Hoy agrego: la confianza solo se reconstruirá si escuchamos, incorporamos y empoderamos a quienes están dispuestos a cambiarlo todo.

La democracia mexicana no se salvará desde las élites. Se salvará desde las nuevas generaciones, si somos capaces de abrir espacio, de ceder control y de entender que el verdadero liderazgo no consiste en dominar, sino en acompañar.

https://www.sdpnoticias.com/opinion/la-democracia-que-viene/


Puedes encontrar mi libro “Silos, celos y círculos íntimos: México necesita líderes como tú” en  https://a.co/d/4rZhWnI


Saturday, December 13, 2025

Comunicar para unir, no para incendiar

Comunicar para unir, no para incendiar

Javier Treviño

@javier_trevino

Vivimos en tiempos raros: nunca habíamos hablado tanto… y nunca había sido tan difícil entendernos. Hoy cualquier declaración, meme o video de 15 segundos puede recorrer el país en minutos. Un desliz en una entrevista, una frase fuera de contexto o un dato a medias se vuelve tendencia antes de que termine la conferencia de prensa. Pero, al mismo tiempo, crece el enojo, la confusión y la desconfianza. No es falta de información: es falta de comunicación confiable.

La comunicación política ya no puede ser propaganda, ni show, ni simple estrategia de imagen. Tiene que convertirse en algo mucho más serio: un acto de respeto democrático.

De “hablar mucho” a “comunicar bien”

Durante años se creyó que comunicar era “salir en los medios” o “dominar la narrativa” del día. Mientras más conferencias, spots, giras y entrevistas, mejor. Hoy sabemos que no es así. En un país saturado de mensajes, lo que hace la diferencia no es quién habla más fuerte, sino quién habla con más verdad, más claridad y más coherencia.

La comunicación no es llenar el espacio público de slogans; es construir puentes de confianza. Un político que solo se dedica a promoverse, tarde o temprano se estrella contra la realidad. Un político que toma la comunicación como parte de la gobernanza, en cambio, entiende que cada mensaje es un compromiso, cada dato una promesa, cada silencio una señal.

El punto de partida es sencillo de decir y muy difícil de practicar: autenticidad. En la era de las redes sociales, fingir es carísimo. Si el discurso dice una cosa y los hechos muestran otra, la ciudadanía se da cuenta. Si se maquillan cifras, si se esconden errores, si se busca manipular con medias verdades, la confianza se derrumba. Y una vez que se pierde, cuesta muchísimo recuperarla.

Transparencia que no sea de cartón

La transparencia no puede ser una palabra bonita en un reglamento. Tiene que ser una práctica diaria. En especial en tiempos de crisis —pandemias, desastres naturales, violencia, decisiones económicas difíciles— la sociedad necesita saber tres cosas: Qué está pasando; qué no se sabe todavía; y qué se está haciendo para resolverlo.

Decir “no sabemos” a tiempo es menos costoso que inventar una respuesta para salir del paso. Cuando un gobierno explica con claridad los dilemas que enfrenta, muestra evidencia, reconoce límites y errores, la gente quizá no esté de acuerdo, pero puede entender. Esa comprensión es el primer ladrillo de la confianza.

La transparencia también pasa por cómo se trata a los medios. En un mundo de noticias falsas y cadenas anónimas, el periodismo profesional sigue siendo un actor indispensable. Un gobierno que respeta la democracia respeta a la prensa crítica: responde preguntas incómodas, entrega información, corrige cuando se equivoca.

La tentación de convertir a los periodistas en “enemigos” puede dar aplausos fáciles, pero destruye algo mucho más valioso: la credibilidad del sistema entero. Sin medios libres no hay quien contraste versiones, no hay quien verifique datos, no hay quién ponga un alto a la cultura de la mentira.

Cuando la política se vuelve teatro

No es nuevo que la política tenga algo de teatro. Lo sabían Franklin Roosevelt con sus charlas junto a la chimenea y Ronald Reagan con su habilidad para contar historias que daban esperanza. La diferencia está en para qué se usa ese teatro.

Roosevelt hablaba para explicar decisiones durísimas en plena Gran Depresión y en la guerra. Reagan usaba su talento para comunicar una idea de país, una visión de futuro. Hoy, en muchos lugares, la puesta en escena se convirtió en fin en sí mismo: conferencias diarias, frases estudiadas, enemigos prefabricados, aplausos coreografiados.

Las mañaneras del sexenio pasado, por ejemplo, fueron mucho más que conferencias de prensa: fueron un escenario diario. Ahí se definían “buenos y malos”, se premiaba o castigaba a medios, se acomodaba la agenda pública. Ese formato dio cercanía y poder de encuadre, sí, pero también normalizó la idea de que la política se reduce a controlar el relato, no a rendir cuentas.

En toda comunicación hay encuadre: escoger de qué hablar, qué datos resaltar, qué historia contar. Eso es inevitable. El problema empieza cuando el marco se despega de los hechos. Cuando la narrativa sirve para negar la realidad, inventar crisis o esconderlas. Ahí la política deja de ser representación y se vuelve ilusión.

La decadencia de la verdad

La RAND Corporation llamó a este fenómeno “Truth Decay”: la decadencia de la verdad. No es sólo que haya mentiras; es que los hechos pierden peso frente a las opiniones, los memes y los sentimientos. Parece que “todo es relativo” y que cada quien tiene “su propia versión”.

En ese contexto, el “paltering” —el arte de engañar diciendo solo una parte de la verdad— se vuelve deporte nacional. No se miente abiertamente, pero se omite el dato incómodo, se recorta la frase del adversario, se presenta un número sin contexto. Formalmente es verdad, pero en la práctica es manipulación.

Cuando la política y los medios se acostumbran a ese juego, pasa algo muy grave: la ciudadanía deja de creer. Todo se siente sospechoso, todo huele a truco, todo parece propaganda. Y si nada es confiable ¿Cómo se toman decisiones informadas? ¿Cómo se discute en serio? ¿Cómo se vota con conciencia?

Es como en la película The Prestige: el truco perfecto no es el que nadie descubre, sino el que el público ya no quiere descubrir. Hay relatos políticos que logran eso: seducen tanto a su audiencia que ésta ya no quiere ver las inconsistencias. Se milita en una narrativa, no en un proyecto de país.

El papel del periodismo y el “buen desacuerdo”

En tiempos de decadencia de la verdad, el periodismo tiene una tarea doble. Primero, verificar hechos, aunque sean incómodos para el gobierno o para la oposición. Y segundo, explicar contexto, para que la gente entienda no solo qué pasó, sino qué significa.

No basta con “dar las dos versiones” y lavarse las manos. Si una versión está respaldada por evidencia y la otra no, hay que decirlo con todas sus letras. La neutralidad no puede ser sinónimo de indiferencia ante la mentira.

Algo similar ocurre con el debate público. La polarización ha convertido al adversario en enemigo. Disentir se castiga; matizar se sospecha; cambiar de opinión se ve como traición. Sin embargo, como escribe Bo Seo en Good Arguments, la calidad de una democracia se mide también por la calidad de sus desacuerdos.

Necesitamos buenos desacuerdos: discutir fuerte, pero con respeto; defender ideas sin descalificar personas; escuchar al otro no para destruirlo, sino para entender qué parte de la realidad ve que nosotros no vemos. Eso requiere líderes que no le tengan miedo al debate y ciudadanos que no se conformen con el aplauso de su propia tribu.

Ciudadanos que escuchan… y también hablan

En el siglo XXI la comunicación ya no es un monólogo desde el poder hacia la sociedad. Es una conversación permanente. La gente opina, comparte videos, organiza campañas, exige en tiempo real. Cualquier mensaje oficial se contrasta de inmediato en redes, chats y medios alternativos.

Por eso, las plataformas digitales de participación ciudadana no pueden ser simple decoración. Consultas, foros en línea, buzones de denuncia, transmisiones abiertas: todo eso sólo tiene sentido si sirve para escuchar de verdad y ajustar decisiones, no para simular.

Los ciudadanos no somos extras de la película del poder. Somos coproductores. Y eso implica también una responsabilidad: informarnos mejor, verificar antes de compartir, distinguir entre periodismo y rumor, apoyar medios serios aunque no siempre digan lo que queremos oír.

Storytelling sí, pero con ética

Contar historias es una herramienta poderosa. Un buen relato puede hacer visible el impacto de una política pública mejor que cien cuadros en Excel. Mostrar a la familia que por fin tiene agua potable, al joven que consiguió una beca, a la comunidad que recuperó un espacio público, ayuda a que la gente entienda para qué sirve el gobierno.

Pero el storytelling sin ética se vuelve simple propaganda. El riesgo está en usar la historia para tapar la realidad, no para explicarla. De nada sirve grabar un video emotivo en una escuela si al día siguiente no hay maestros o no hay luz.

La regla es simple: primero los hechos, luego la narrativa. La mejor estrategia de comunicación sigue siendo hacer bien las cosas… y después contarlas con honestidad.

Tres principios para comunicar con responsabilidad

Después de años de ver campañas, gobiernos y crisis, me quedo con tres principios básicos para una comunicación política responsable:

1. Claridad de propósito.

Comunicar no es vender una imagen ni ganar la nota del día. Es explicar hacia dónde vamos, qué problema queremos resolver y cómo pensamos hacerlo. Un gobierno sin propósito claro se nota en su comunicación: todo es ocurrencia, improvisación, fuego artificial.

2. Integridad con los hechos.

La tentación del “spin” siempre estará ahí: maquillar cifras, exagerar logros, minimizar errores. Puede funcionar un rato, pero a la larga la realidad termina pasando factura. La credibilidad, una vez dañada, tarda años en reconstruirse.

3. Capacidad de escucha.

Los líderes que sólo hablan y nunca escuchan terminan encerrados en cámaras de eco, rodeados de aplausos y desconectados del país real. Escuchar a las víctimas, a los jóvenes, a los expertos, a los críticos, no es debilidad: es inteligencia política.

Comunicar para unir, no para incendiar

Una comunicación basada en la desconfianza, la manipulación y el espectáculo es terreno fértil para el autoritarismo y el cinismo. Una comunicación basada en la verdad, el diálogo y el respeto mutuo es el mejor antídoto contra la polarización.

No se trata de buscar unanimidad —eso no existe en democracia—, sino de evitar que la diferencia se convierta en odio. De construir un lenguaje común donde se pueda decir “no estoy de acuerdo contigo, pero reconozco tu derecho a pensar distinto”.

El reto para México es enorme. La cultura del insulto fácil, del meme humillante, del “o estás conmigo o estás contra mí”, amenaza con volverse normalidad. Pero no tiene por qué ser así. Podemos elegir otra ruta: la de una comunicación pública que informe, que escuche, que reconozca matices, que no prometa milagros, pero sí trabajo, seriedad y compromiso.

Comunicar bien no es un lujo ni una moda. Es una necesidad estratégica y ética para cualquier país que quiera salir adelante. En un mundo donde la mentira se ha vuelto rentable, apostar por la verdad puede parecer ingenuo. Pero es exactamente al revés: sin verdad no hay confianza, y sin confianza no hay democracia ni desarrollo posible.

Esa es la lección de nuestro tiempo. Y esa debería ser la brújula de quienes hoy tienen la responsabilidad de hablarle a México.

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Saturday, December 06, 2025

El mensaje no es un adorno

El mensaje no es un adorno

Javier Treviño

@javier_trevino

Llevamos años viviendo en una tormenta perfecta: exceso de información, redes sociales que amplifican lo superficial, escándalos que duran 24 horas y desconfianza creciente hacia cualquier figura pública. Todo se comunica, pero muy poco se comprende. Y en medio de ese ruido, a la hora de las elecciones, los candidatos siguen creyendo que con spots ingeniosos, jingles pegajosos y encuestas a modo basta para ganar.

No. Las campañas que de verdad cambian algo —las que mueven a la gente a salir de su casa un domingo, hacer fila y marcar una boleta— se ganan con algo mucho más profundo: una narrativa. Una historia que le cuide el rostro al ciudadano, que le ponga palabras a lo que siente, que le ofrezca un lugar en el futuro que se está proponiendo.

No es tener la razón, es conectar

Los “cuartos de guerra” se llenan de buenos diagnósticos, propuestas sólidas, documentos muy bien escritos… que nunca llegan al corazón de nadie. Sin embargo, también hay campañas con pocos recursos, pero con una historia clara, capaces de darle sentido a la rabia, al miedo y a la esperanza de la gente.

Esa es la diferencia entre “tener razón” y “conectar”. La política es, en el fondo, una disputa por el significado de las cosas: qué entendemos por justicia, quién puede hablar en nombre del pueblo, qué futuro vale la pena imaginar. Si una campaña reduce todo a ataques y slogans huecos, pierde la oportunidad más valiosa: redefinir esas preguntas.

Un mensaje claro no es un mensaje simplón. No se trata de encoger la complejidad a una frase de tres palabras. Se trata de ordenar esa complejidad, nombrarla, devolverla al ciudadano en un lenguaje que pueda entender, sentir y repetir. Un buen mensaje hace que la persona se sienta vista, reconocida, invitada a algo que vale la pena.

¿Desde el algoritmo o desde el barrio?

Uno de los grandes males de la política actual es que demasiadas campañas se diseñan para el algoritmo, no para el ciudadano. Se construyen desde la comodidad del sofá del consultor en vez de hacerlo desde el mercado, el transporte público, la escuela, el hospital. Se piensan para impresionar en TikTok o Instagram, no para responder al “¿y a mí qué?” de quien vive con un salario mínimo.

Por eso tantas estrategias suenan a plástico: frases que podrían decirse en cualquier país, en cualquier elección, por cualquier candidato. Es la política de plantilla: ponen el nombre, el color y el logo… y todo lo demás es intercambiable.

El político que quiera trascender necesita algo más que un buen publicista: necesita escuchar. Escuchar de verdad. Saber qué enoja, qué duele, qué ilusiona. Estar presente, en cuerpo y en espíritu, en la vida cotidiana. Porque la emoción que mueve el voto no surge de un “focus group”; nace de historias reales de frustración, miedo y esperanza.

La buena campaña no manipula esa emoción: la reconoce y la acompaña. No inventa enemigos, propone causas comunes. No vende humo, construye puentes.

La columna vertebral es el mensaje

Como ciudadano, me gustaría que los equipos de campaña, antes de pagar espectaculares, redes, giras y debates, respondieran una sola pregunta: ¿cuál es nuestro mensaje? No ¿qué vamos a prometer? No ¿a quién le vamos a pegar? El mensaje es ese hilo conductor que une cada discurso, cada entrevista, cada volante. Si ese hilo no existe, la campaña se convierte en un rompecabezas: muchas piezas sueltas que nadie sabe cómo arman una sola imagen.

Un buen mensaje exige tres cosas:

1. Una verdad emocional. No nace en una hoja de cálculo, sino en la calle. En la rutina del padre que toma dos camiones para llegar a su trabajo, en la ansiedad del joven que no encuentra empleo, en la angustia de la madre que sale a la calle sin saber si regresará. Cuando el mensaje toca una verdad compartida, deja de sonar a discurso y empieza a verse como un espejo.

2. Una visión de futuro. La campaña no es sólo sobre lo que está mal, sino sobre lo que se puede construir. ¿Qué ciudad, qué país, qué comunidad estamos invitando a imaginar? El mensaje debe ser un puente entre la realidad y la posibilidad, no un muro de quejas.

3. Una narrativa accionable. No basta con emocionar. Hay que darle al ciudadano un papel en la historia: “esto puedes hacer tú, esto vamos a hacer juntos”. El votante no quiere ser público en la grada: quiere sentir que tiene influencia, que su participación importa.

Cuando esas tres capas se alinean, la campaña deja de ser una serie de frases y se convierte en un relato. Y los países, como las personas, necesitan relatos para seguir adelante.

Los jóvenes: de “problema” a “protagonistas”

Se repite como mantra que “a los jóvenes no les interesa la política”. Eso es falso. A los jóvenes no les interesa “esta política”: la que no los escucha, no los deja decidir, no entiende su manera de organizarse.

Ellos ya están participando: en causas climáticas, movimientos feministas, luchas por derechos digitales, protestas contra la violencia. Lo hacen en redes, colectivos, asambleas, en la calle. La pregunta no es cómo hacer que descubran la política; es cómo dejar de estorbar en la política que ya están creando.

Los partidos que sólo se acuerdan de los jóvenes para que llenen mítines o bailen en TikTok se están cavando su propia tumba. La nueva generación no se moviliza por lealtad a una sigla, sino por causas: justicia, igualdad, clima, futuro. No le interesan las pirámides rígidas, sino las redes horizontales.

Mover a los jóvenes exige cuatro cosas: un propósito que trascienda la elección; una organización que de verdad los deje entrar y decidir, una narrativa que hable su idioma sin caricaturizarlos; y una apuesta por formarlos como líderes, no sólo como “votantes objetivo”.

Cuando se les reconoce como sujetos políticos y no como decorado de campaña, los jóvenes dejan de ser “el segmento difícil” y se vuelven la energía que empuja el cambio.

La narrativa: el alma de la campaña

La narrativa política es la arquitectura invisible que sostiene todo: el mensaje, las propuestas, los gestos, las alianzas. Es la respuesta a una pregunta sencilla y poderosa: ¿qué problema vamos a resolver juntos?

Hay campañas que se montan sobre temas de posición: dividen al país en dos bandos, levantan banderas morales y obligan a la gente a alinearse. Otras apuestan por el desempeño: hablan de resultados, de comparaciones, de datos. Y otras construyen desde los atributos del candidato: su historia, su carácter, su biografía.

Las más efectivas combinan las tres: presentan a un líder reconocible, conectan con un enojo o una aspiración real y, al mismo tiempo, ofrecen respuesta concreta a problemas específicos. No viven sólo del pasado ni del “yo”, sino del futuro compartido.

Hemos visto cómo una narrativa simple, emocional y reiterada —la lucha contra la corrupción, el pueblo contra la élite— fue capaz de reordenar por completo el sistema de partidos. Independientemente del juicio que tengamos sobre sus resultados, sería un error negar la potencia de ese relato.

Mientras tanto, gran parte de la oposición ha padecido el síndrome de la campaña sin historia: muchas propuestas, poca emoción; muchas conferencias de prensa, pocas convicciones compartidas; mucho “en contra de”, poco “a favor de”.

Ningún país se renueva desde el rencor. Se renueva desde una narrativa que le diga a la gente no sólo qué está mal, sino en qué vale la pena creer.

Dos lecciones de campañas que dejaron huella

Pienso en dos ejemplos que, con todas sus diferencias, ilustran el poder de un mensaje bien construido.

El primero es el discurso de Luis Donaldo Colosio el 6 de marzo de 1994. No fue un texto técnico, ni un catálogo de promesas. Fue una radiografía ética de México: reconoció pobreza, desigualdad, injusticia, y habló de reformar el poder. Su fuerza no estuvo en una frase ingeniosa, sino en la coherencia entre lo que decía, lo que representaba y lo que estaba dispuesto a enfrentar. Por eso ese discurso sigue vivo en la memoria colectiva.

El segundo es el ascenso del movimiento que hoy gobierna México. Más allá de simpatías o rechazos, su éxito electoral no puede explicarse sin su relato: un villano claro (“la mafia del poder”), una promesa de reparación (“primero los pobres”), un héroe persistente que recorrió el país por años. A eso se sumó el contexto: corrupción, violencia, desigualdad. Cuando narrativa, liderazgo y momento se alinean, lo que ocurre no es sólo una elección ganada: es un cambio de época.

Los dos casos comparten algo: una historia que hacía sentido. No perfecta, no unánime, pero capaz de ofrecer a millones de personas una explicación de su presente y una puerta a un posible futuro.

El mensaje como acto ético

Podemos hablar de estrategias de campaña, segmentación, encuestas y redes. Pero al final, todo se reduce a una pregunta ética: ¿para qué quiero el poder y qué estoy dispuesto a prometer para conseguirlo?

Un mensaje honesto obliga al candidato a comprometerse con su propia historia. Si en campaña se usa el lenguaje para mentir, exagerar, manipular o inflamar odios, no debería sorprendernos que el resultado en el gobierno sea más división y más cinismo.

La comunicación política no es sólo propaganda; es pedagogía democrática. Cada campaña enseña algo al país: qué se vale decir, qué se aplaude, qué se normaliza. Por eso importa tanto cómo hablamos.

En tiempos de cinismo, lo más revolucionario es sonar sincero. Decir “no lo sé” cuando no se sabe. Reconocer límites. No prometer lo imposible. Y, sobre todo, alinear las palabras con los hechos. Porque al final, el elector se queda con una impresión muy simple: ¿le creo o no le creo? Y esa respuesta no depende del número de espectaculares, sino de la coherencia entre el mensaje, el mensajero y la realidad que comparten.

En política, quien no tiene claro su mensaje termina hablando solo. Y ya no estamos para más monólogos. Queremos una conversación adulta, exigente y esperanzadora entre ciudadanía y liderazgos. Una conversación con menos ruido y más sentido.

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