Javier Treviño Cantú
El Norte
22 de noviembre de 2006
El viernes pasado asistí en Washington al festejo por los 150 años del nacimiento del Presidente Woodrow Wilson. Durante la cena de gala en el Departamento de Estado, conversé con altos funcionarios del gobierno estadounidense y experimentados diplomáticos sobre los perfiles de los mejores embajadores que han servido en la capital del vecino país.
Uno de los más destacados ha sido el Príncipe Bandar bin Sultan, Embajador de Arabia Saudita entre 1983 y 2005. El sitio estratégico que ocupa el reino en el mapa geopolítico le da un gran peso a su enviado. Sin embargo, el Príncipe Bandar supo aprovecharlo al máximo para alcanzar un acceso privilegiado a las distintas administraciones que ocuparon la Casa Blanca a lo largo de toda su misión.
Otro ejemplo es el de Anatoly Dobrynin, el Embajador de la antigua Unión Soviética de 1962 a 1986. En plena Guerra Fría, la legendaria capacidad de Dobrynin para utilizar canales de comunicación "extraoficiales" fue clave para resolver situaciones tan explosivas como la crisis de los misiles en Cuba.
También comentamos sobre tres casos más cercanos a nosotros: Allan Gotlieb, el Embajador canadiense de 1981 a 1988, quien le dedicó especial atención a las relaciones con el Congreso estadounidense para negociar un acuerdo bilateral de libre comercio; Luis Alberto Moreno, Embajador de Colombia de 1998 al 2005 y actual Presidente del BID, artífice del Plan Colombia que redefinió la relación de seguridad entre los dos países; y Gustavo Petricioli, que estuvo al frente de nuestra Embajada de 1989 a 1993 y cuya actuación fue determinante para concretar el TLC de América del Norte.
Los cinco fueron exitosos, y sus experiencias son importantes para entender cuáles son las principales cualidades que se necesitan para ser un embajador eficaz en Washington.
En primer lugar, se requiere un conocimiento profundo de los Estados Unidos, de su sociedad, de su historia y de su gobierno. Es el conocimiento que viene de haber vivido ahí, de estudiar en alguna universidad estadounidense, o de haber tenido una posición diplomática previa en ese país. Sólo así se puede comprender que la diplomacia tradicional no funciona en Washington.
En la capital estadounidense el poder está atomizado. Las decisiones que se toman en distintos lugares pueden afectar de muchas maneras a nuestro país. No basta con tener buenos contactos en la Casa Blanca y el Departamento de Estado. Legisladores, empresarios, medios de comunicación, líderes hispanos y los más diversos grupos de interés juegan un papel en el conjunto de la relación. Por ello se necesita un Embajador flexible, creativo, que conozca a fondo los resortes del poder político, económico y cultural de los Estados Unidos.
Segundo, se requiere un Embajador con personalidad, que sepa relacionarse con todos los grupos que interactúan en Washington. La seriedad, la formalidad y la disciplina son esenciales, pero hay momentos para tener encuentros informales muy valiosos. El "encanto" de los embajadores, y de sus parejas, es fundamental para tejer y aprovechar en beneficio del interés nacional una amplia red de contactos sociales.
El Embajador debe tener la capacidad para organizar sistemáticamente eventos de alto nivel en la Embajada, la Residencia y el Instituto Cultural. La experiencia para los funcionarios estadounidenses e invitados especiales debe ser memorable por el ambiente, la comida y los asistentes. Ya sea un seminario, una exposición o la visita a Washington de algún miembro del gabinete, de un reconocido empresario o de un personaje de la cultura, los eventos de la Embajada mexicana tienen que ser tan atractivos que nadie quiera perdérselos.
Tercero, un embajador exitoso necesita un equipo de colaboradores de primer nivel, que lo mantenga informado, que le ayude a prever las decisiones que puedan tomar el gobierno o las compañías estadounidenses, y a reaccionar con rapidez ante situaciones imprevistas.
El nombre del juego en Washington es acceso e influencia. A primera vista, las aguas washingtonianas dan la impresión de tranquilidad, pero en el fondo son turbulentas. Detrás de una apacible fachada protocolaria, se vive un ambiente de competencia feroz. Los embajadores exitosos son los que aprenden a navegar la corriente para conducir la relación sin chocar con los múltiples obstáculos que se presentan a diario.
El éxito de los mejores embajadores que han servido en Washington ofrece cinco pautas que pueden serle útiles a nuestro próximo representante en la capital de Estados Unidos: 1) hacer valer el peso estratégico que representa la vecindad geográfica con México para asegurar una atención prioritaria; 2) utilizar canales de comunicación que vayan más allá de los conductos tradicionales para establecer una relación de confianza mutua; 3) dedicar una gran atención a la relación con el Congreso, en especial ante la "ventana de oportunidad" que puede significar el triunfo del Partido Demócrata en las recientes elecciones legislativas; 4) otorgar la importancia que merece el tema de la seguridad nacional, bilateral y regional; y 5) definir con mucha claridad los objetivos que se desean alcanzar.
Wednesday, November 22, 2006
Wednesday, November 08, 2006
México y el mundo en el 2030
Javier Treviño Cantú
El Norte
8 de noviembre de 2006
Con los bombazos en la Ciudad de México, Oaxaca tomada por la PFP, grupos aún inconformes por el resultado de la elección presidencial y el crimen organizadamente desatado, ejercicios como el Proyecto México 2030 del Presidente electo Felipe Calderón podrían parecer un lujo. Sin embargo, aunque nadie puede predecir el futuro, imaginarlo representa la posibilidad de construirlo y de avanzar paulatinamente hacia las metas que se quieran lograr.
En cierto sentido, reflexionar sobre el lugar "ideal" que debería ocupar México en el mundo dentro de cuatro sexenios podría hacernos caer en escenarios utópicos. La mayoría de los mexicanos quisiéramos ver a nuestro país convertido en una potencia económica para contar con un ingreso per cápita de 40 mil dólares anuales, cerrar la brecha de la desigualdad y acabar con la pobreza extrema.
Sería maravilloso contar con una administración pública eficaz, una clase política dedicada a trabajar por el País, un sector empresarial más competitivo, y con más escuelas y universidades de primer nivel, de forma que entre todos generaran empleos de calidad para una población económicamente activa bien preparada, que en el 2030 sumará casi 64 millones de personas.
Pero, como diría Henry Kissinger, ante la dimensión de los retos que enfrentamos, el mejor camino para definir el lugar que México debería tener en el mundo dentro de 24 años, sería buscando un equilibrio entre un idealismo inalcanzable y un realismo limitado.
Quizá lo mejor que podemos desear para México es que llegue al 2030 como un país viable, capaz de mantener su cohesión social como base indispensable para ejercer plenamente su soberanía, dentro del acotado margen que presupone su creciente integración a la economía global y al sistema internacional.
Esto requiere que México logre mantenerse como un actor relevante, respetado por su capacidad para mantener el control sobre todo su territorio, y en especial de sus fronteras. Nuestro país podría entonces ser reconocido por su habilidad para brindarle mayor bienestar y seguridad a la gran mayoría de la población, por el "poder suave" que le dan su historia y culturas distintivas, y por la voluntad para participar en la definición de una nueva arquitectura global.
Por una parte, ocupar un lugar así en el mundo del 2030 dependerá de las políticas públicas que se apliquen desde ahora, del desarrollo empresarial que tengamos para entonces, y de la cultura ciudadana que logremos consolidar para convertir a nuestra democracia en un instrumento que propicie acuerdos fundamentales.
Por otro lado, en lo que toca a la política exterior, habrá que tomar decisiones difíciles para definir los terrenos en los que deberemos concentrar nuestros escasos recursos, de manera que logremos defender mejor los derechos de los paisanos en otros países, promover nuestros intereses nacionales y jugar un papel constructivo en los foros y organizaciones multilaterales.
En principio, esto significa decidir, desde ahora, si vamos a buscar convertirnos en un miembro pleno de la comunidad de América del Norte, o si vamos a seguir atrapados en la ambivalencia que ha caracterizado nuestra relación con Estados Unidos.
Por el grado de integración que han alcanzado nuestras economías y sociedades, nuestro futuro está en Norteamérica. Más allá de bardas y otros obstáculos coyunturales, nuestra mejor apuesta debería concentrarse en asegurar las condiciones internas que nos permitan negociar en un plano de igualdad relativa con nuestros vecinos del norte y potenciar los beneficios de una alianza regional, pero sin sacrificar nuestra capacidad de decisión autónoma, ni nuestros principios como nación independiente.
Una política exterior que nos ayude a llegar a buen puerto en el 2030 también debería pasar por un replanteamiento de nuestro enfoque hacia América Latina. Pretender el ejercicio de un supuesto liderazgo en toda la zona sólo recrudecería la confrontación histórica con Brasil y las tensiones con otros países del área.
En cambio, si distinguimos entre una política exterior hacia América del Sur y otra enfocada en la llamada zona "mesoamericana", quizá podríamos estar en condiciones de asumir un auténtico liderazgo. Esto podría conducir eventualmente al establecimiento de mecanismos de coordinación en materia de seguridad, esenciales para nuestra propia estabilidad, y de un acuerdo migratorio regional que regulara el acceso a los mercados de Estados Unidos y Canadá.
A esto habría que añadirle una larga serie de iniciativas para aprovechar los acuerdos comerciales y de cooperación que ya tenemos con otros países y regiones, mejorar las relaciones con naciones estratégicas para los intereses de México, y definir claramente la agenda para una actuación consistente dentro del sistema de Naciones Unidas y los demás organismos a los que pertenecemos.
Si vamos a pensar en serio en el México que queremos, es el momento de dejar atrás los viejos esquemas y empezar a considerar medidas alternativas. De otra manera, cuando en el 2030 esté por llegar al poder un nuevo gobierno, nuestros hijos nos reprocharán el tiempo perdido y tendrán que organizar un nuevo proyecto para imaginar el México del 2054.
El Norte
8 de noviembre de 2006
Con los bombazos en la Ciudad de México, Oaxaca tomada por la PFP, grupos aún inconformes por el resultado de la elección presidencial y el crimen organizadamente desatado, ejercicios como el Proyecto México 2030 del Presidente electo Felipe Calderón podrían parecer un lujo. Sin embargo, aunque nadie puede predecir el futuro, imaginarlo representa la posibilidad de construirlo y de avanzar paulatinamente hacia las metas que se quieran lograr.
En cierto sentido, reflexionar sobre el lugar "ideal" que debería ocupar México en el mundo dentro de cuatro sexenios podría hacernos caer en escenarios utópicos. La mayoría de los mexicanos quisiéramos ver a nuestro país convertido en una potencia económica para contar con un ingreso per cápita de 40 mil dólares anuales, cerrar la brecha de la desigualdad y acabar con la pobreza extrema.
Sería maravilloso contar con una administración pública eficaz, una clase política dedicada a trabajar por el País, un sector empresarial más competitivo, y con más escuelas y universidades de primer nivel, de forma que entre todos generaran empleos de calidad para una población económicamente activa bien preparada, que en el 2030 sumará casi 64 millones de personas.
Pero, como diría Henry Kissinger, ante la dimensión de los retos que enfrentamos, el mejor camino para definir el lugar que México debería tener en el mundo dentro de 24 años, sería buscando un equilibrio entre un idealismo inalcanzable y un realismo limitado.
Quizá lo mejor que podemos desear para México es que llegue al 2030 como un país viable, capaz de mantener su cohesión social como base indispensable para ejercer plenamente su soberanía, dentro del acotado margen que presupone su creciente integración a la economía global y al sistema internacional.
Esto requiere que México logre mantenerse como un actor relevante, respetado por su capacidad para mantener el control sobre todo su territorio, y en especial de sus fronteras. Nuestro país podría entonces ser reconocido por su habilidad para brindarle mayor bienestar y seguridad a la gran mayoría de la población, por el "poder suave" que le dan su historia y culturas distintivas, y por la voluntad para participar en la definición de una nueva arquitectura global.
Por una parte, ocupar un lugar así en el mundo del 2030 dependerá de las políticas públicas que se apliquen desde ahora, del desarrollo empresarial que tengamos para entonces, y de la cultura ciudadana que logremos consolidar para convertir a nuestra democracia en un instrumento que propicie acuerdos fundamentales.
Por otro lado, en lo que toca a la política exterior, habrá que tomar decisiones difíciles para definir los terrenos en los que deberemos concentrar nuestros escasos recursos, de manera que logremos defender mejor los derechos de los paisanos en otros países, promover nuestros intereses nacionales y jugar un papel constructivo en los foros y organizaciones multilaterales.
En principio, esto significa decidir, desde ahora, si vamos a buscar convertirnos en un miembro pleno de la comunidad de América del Norte, o si vamos a seguir atrapados en la ambivalencia que ha caracterizado nuestra relación con Estados Unidos.
Por el grado de integración que han alcanzado nuestras economías y sociedades, nuestro futuro está en Norteamérica. Más allá de bardas y otros obstáculos coyunturales, nuestra mejor apuesta debería concentrarse en asegurar las condiciones internas que nos permitan negociar en un plano de igualdad relativa con nuestros vecinos del norte y potenciar los beneficios de una alianza regional, pero sin sacrificar nuestra capacidad de decisión autónoma, ni nuestros principios como nación independiente.
Una política exterior que nos ayude a llegar a buen puerto en el 2030 también debería pasar por un replanteamiento de nuestro enfoque hacia América Latina. Pretender el ejercicio de un supuesto liderazgo en toda la zona sólo recrudecería la confrontación histórica con Brasil y las tensiones con otros países del área.
En cambio, si distinguimos entre una política exterior hacia América del Sur y otra enfocada en la llamada zona "mesoamericana", quizá podríamos estar en condiciones de asumir un auténtico liderazgo. Esto podría conducir eventualmente al establecimiento de mecanismos de coordinación en materia de seguridad, esenciales para nuestra propia estabilidad, y de un acuerdo migratorio regional que regulara el acceso a los mercados de Estados Unidos y Canadá.
A esto habría que añadirle una larga serie de iniciativas para aprovechar los acuerdos comerciales y de cooperación que ya tenemos con otros países y regiones, mejorar las relaciones con naciones estratégicas para los intereses de México, y definir claramente la agenda para una actuación consistente dentro del sistema de Naciones Unidas y los demás organismos a los que pertenecemos.
Si vamos a pensar en serio en el México que queremos, es el momento de dejar atrás los viejos esquemas y empezar a considerar medidas alternativas. De otra manera, cuando en el 2030 esté por llegar al poder un nuevo gobierno, nuestros hijos nos reprocharán el tiempo perdido y tendrán que organizar un nuevo proyecto para imaginar el México del 2054.
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