Javier Treviño Cantú
El Norte
29 de julio de 2009
En unos días, los mandatarios de América del Norte — Felipe Calderón, Barack Obama y Stephen Harper— dejarán en claro si cuentan con la visión y la voluntad de impulsar un proyecto común para el área, o si, en cambio, van a optar por seguir sobrellevando una relación regional que ha perdido ímpetu y sentido de dirección.
Las secretarias Patricia Espinosa y Hillary Clinton, junto con el ministro canadiense Lawrence Cannon, anunciaron en Washington que la cumbre de líderes norteamericanos será el 9 y 10 de agosto, en Guadalajara. También perfilaron los temas que discutirán: seguridad, competitividad regional y —lo que sería el “sello” de este encuentro— propuestas para enfrentar el cambio climático e impulsar fuentes de energía limpia.
Es decir, será una cumbre prácticamente rutinaria, como tantas otras que ocurren a nivel internacional, para repasar los pendientes de costumbre y darle un carácter novedoso al escoger un tema “insignia”. El problema es que, mientras los mandatarios llegan a Guadalajara con una serie de enfrentamientos como telón de fondo, la dimensión de los retos que enfrenta la región no tiene nada de rutinaria.
El problema fundamental está en la falta de decisión para encarar el obstáculo que ha frenado el desarrollo de América del Norte: un déficit institucional, que impide contar con estructuras sólidas para responder con agilidad al cambiante entorno global, y detonar el potencial que todavía ofrece una mayor integración regional.
Como siempre, los marcos regulatorios e institucionales van un paso atrás de la realidad, y el panorama norteamericano actual es muy distinto al de hace 15 años, cuando entró en vigor el TLC. Incluso al de hace cuatro años, cuando nació la controvertida Alianza para la Seguridad y Prosperidad de América del Norte.
Este déficit institucional se agrava por dos factores adicionales. Primero, en la práctica el TLC y la ASPAN han derivado en esquemas “tri-bilaterales”, donde tanto México como Canadá buscan conducir sus agendas y resolver sus respectivas diferencias con Estados Unidos por separado; y, segundo, ni el TLC ni la ASPAN contemplan el tema migratorio como parte integral de los esfuerzos para promover la competitividad.
El desfase entre una realidad marcada por múltiples crisis y la debilidad institucional de la región, es evidente en los tres principales temas de la agenda norteamericana: seguridad, comercio y competitividad.
En materia de seguridad, la cooperación prevista en la Iniciativa Mérida (IM) ni siquiera ha empezado a fluir, cuando su plazo original ya está por vencer. Hace unas semanas empezó a filtrarse el interés de la administración Obama por “ampliar la vigencia” de la IM. Ayer, coincidiendo con la visita a México del zar antidrogas estadounidense, Gil Kerlikowske, la DEA lo confirmó a través del Washington Post: la lucha del gobierno mexicano será “más larga y sangrienta de lo anticipado”, por lo que se necesitará aún más ayuda.
Sin embargo, el modelo adoptado es incongruente con los fines regionales. Si bien la IM no se explica sin el antecedente de la ASPAN, se dejó fuera a Canadá, un país que juega un papel estructural en el mercado de las drogas ilícitas y que también se está viendo afectado por el alcance de las organizaciones mexicanas.
Además, la racionalidad de la IM está siendo rebasada por la realidad. Mientras la receta para México se basa en la tradicional certificación y una limitada ayuda para el combate policiaco, militar y judicial del fenómeno, las políticas estadounidenses se liberalizan. La venta de mariguana con fines “médicos” ya es legal en 13 estados de la Unión Americana, y desde que la administración Obama anunció en febrero que no cerrará “dispensarios”, la inversión en esta lucrativa actividad comercial se ha disparado.
En el terreno comercial, las tendencias proteccionistas que se han impuesto en el Congreso estadounidense —ante la pasividad e indefinición de la Casa Blanca— han desatado numerosos conflictos con México y Canadá. El TLC no está funcionando. Aunque la administración Obama ya desistió de renegociar los acuerdos paralelos, ahora amenaza con castigar a los “socios” comerciales que incumplan los estándares laborales y ambientales por los que se rige Estados Unidos.
El mayor déficit institucional se encuentra en el ámbito de la competitividad, incluyendo los temas de la nueva agenda económico-ambiental y energética. Sin mayor infraestructura, normas estandarizadas, recursos humanos mejor preparados y, ante todo, un mercado laboral norteamericano bien regulado, la región seguirá perdiendo terreno frente a competidores externos. La migración quizás sea el tema más difícil de coordinar; pero, sin un marco institucional actualizado, las fricciones que genera el status quo nunca nos permitirán pasar de ser simples vecinos, a convertirnos en auténticos aliados.
En dos semanas podremos evaluar los resultados de la cumbre de Guadalajara. Por lo que se percibe hasta ahora, no hay razón alguna para ser demasiado optimistas.
Wednesday, July 29, 2009
Wednesday, July 15, 2009
¿De regreso?
Javier Treviño Cantú
El Norte
15 de julio de 2009
Los resultados electorales del 5 de julio han puesto en el centro del debate el “regreso” del PRI. Tanto por haber recuperado la mayoría en la Cámara de Diputados, como algunos estados y municipios emblemáticos que eran gobernadas por el PAN y el PRD, la idea de que el PRI va en camino de vuelta hacia Los Pinos se ha vuelto prácticamente un lugar común.
Sin embargo, aún falta mucho para las elecciones presidenciales de 2012 y, ante la complejidad del escenario donde se desarrollará la contienda durante los próximos tres años, es imposible prever las condiciones en que el electorado mexicano decidirá en última instancia quién deberá conducir al país en el siguiente sexenio.
En México y otros países, como España, la historia de la alternancia democrática todavía es muy joven. En cambio, en Estados Unidos y naciones con un desarrollo democrático más añejo, los relevos de gobierno entre los principales partidos naturalmente son frecuentes. Pero, en cualquier parte, la experiencia de la alternancia ha dado pie a uno de los géneros narrativos más interesantes en términos político-mediáticos: el regreso del partido que había sido destronado.
El concepto del regreso al poder implica una serie de cualidades positivas: la capacidad de superar la adversidad; una disposición para aprender de los errores pasados y mejorar; la virtud de procesar diferencias internas para presentar un frente unido; y, sobre todo, la habilidad para seleccionar a un auténtico lider, que encarne los mejores valores del partido y las aspiraciones del electorado que se identifica con él.
Por supuesto, también trae consigo los atributos negativos de la competencia política: el desgaste que implica para el partido en el gobierno el ejercicio del poder; los errores electorales de los adversarios; la fragmentación de las fuerzas opositoras; y, una incapacidad para proyectar liderazgo por parte de los candidatos rivales.
Adam Nagourney, el reconocido periodista del New York Times, comentaba hace poco dos escenarios que pueden conducir a un regreso político. El primero sería de tipo “negativo”, cuando un partido gana básicamente por las fallas de los oponentes. Por su parte, el segundo tendría un carácter más “positivo”, ya que se basa en una verdadera capacidad para adecuarse a las nuevas condiciones del entorno, y en la ventaja de contar con un candidato capaz de ejercer un liderazgo eficaz.
Existen dos casos que pueden ilustrar estas alternativas: el triunfo de José Luis Rodríguez Zapatero y el PSOE en las elecciones españolas del 14 de marzo de 2004, y el de Bill Clinton y el Partido Demócrata en los comicios estadounidenses de 1992.
El regreso del PSOE al Palacio de la Moncloa ha sido una de las historias políticas más controvertidas en años recientes. A unas semanas de las elecciones, la mayoría de las encuestas daban por hecho la reelección del Presidente José María Aznar, del entonces gobernante Partido Popular. Tres días antes de la votación, los atentados terroristas del 11 de marzo en Madrid cambiaron todo el panorama. A la fecha no existe un consenso sobre lo que pasó, pero algunos estudios indican que las cuestionadas reacciones de la administración Aznar frente a la crisis fueron lo que motivó una mayor participación de electores de “izquierda” a favor al PSOE. Ese aumento, que se calcula pudo alcanzar un 8%, le habría dado la victoria a Rodríguez Zapatero.
En el caso de Bill Clinton, el regreso del Partido Demócrata a la Casa Blanca se dio tras doce largos años en la oposición. Las tres derrotas consecutivas que sufrieron, a manos de Ronald Reagan y George Bush padre, los convencieron de que tenían que replantear fundamentalmente las posturas tradicionales con las que los electores asociaban a los demócratas. Con base en una plataforma enfocada en la preocupación principal de los ciudadanos — ¡es la economía, estúpido!— y un gran carisma, Clinton logró llevar a su partido hacia el centro del espectro político para recuperar el poder en 1992.
Como señala Nagourney, la historia demuestra que los partidos que logran adaptarse mejor a los cambios, y desarrollar propuestas electorales relevantes y viables para los electores, son los que tienen mayores posibilidades no sólo de volver a ejercer el gobierno, sino de mantenerlo por largos periodos de tiempo. La historia indica que, para lograrlo, también es esencial contar con un candidato que encarne las nuevas ideas del partido; o, cuando menos, que sea capaz de “re-empaquetar” eficazmente las mismas propuestas de siempre.
En México, durante los próximos tres años vamos a poder comprobar cuál de nuestros principales partidos políticos es capaz de entender mejor los profundos cambios que están ocurriendo en nuestro país y el resto del mundo. El que lo haga, y desarrolle la mejor agenda de gobierno como base para una oferta electoral atractiva y factible, tendrá la ventaja. Sobre todo, el que logre contar con el candidato más sólido es el que seguramente estará en camino de llegar a Los Pinos.
El Norte
15 de julio de 2009
Los resultados electorales del 5 de julio han puesto en el centro del debate el “regreso” del PRI. Tanto por haber recuperado la mayoría en la Cámara de Diputados, como algunos estados y municipios emblemáticos que eran gobernadas por el PAN y el PRD, la idea de que el PRI va en camino de vuelta hacia Los Pinos se ha vuelto prácticamente un lugar común.
Sin embargo, aún falta mucho para las elecciones presidenciales de 2012 y, ante la complejidad del escenario donde se desarrollará la contienda durante los próximos tres años, es imposible prever las condiciones en que el electorado mexicano decidirá en última instancia quién deberá conducir al país en el siguiente sexenio.
En México y otros países, como España, la historia de la alternancia democrática todavía es muy joven. En cambio, en Estados Unidos y naciones con un desarrollo democrático más añejo, los relevos de gobierno entre los principales partidos naturalmente son frecuentes. Pero, en cualquier parte, la experiencia de la alternancia ha dado pie a uno de los géneros narrativos más interesantes en términos político-mediáticos: el regreso del partido que había sido destronado.
El concepto del regreso al poder implica una serie de cualidades positivas: la capacidad de superar la adversidad; una disposición para aprender de los errores pasados y mejorar; la virtud de procesar diferencias internas para presentar un frente unido; y, sobre todo, la habilidad para seleccionar a un auténtico lider, que encarne los mejores valores del partido y las aspiraciones del electorado que se identifica con él.
Por supuesto, también trae consigo los atributos negativos de la competencia política: el desgaste que implica para el partido en el gobierno el ejercicio del poder; los errores electorales de los adversarios; la fragmentación de las fuerzas opositoras; y, una incapacidad para proyectar liderazgo por parte de los candidatos rivales.
Adam Nagourney, el reconocido periodista del New York Times, comentaba hace poco dos escenarios que pueden conducir a un regreso político. El primero sería de tipo “negativo”, cuando un partido gana básicamente por las fallas de los oponentes. Por su parte, el segundo tendría un carácter más “positivo”, ya que se basa en una verdadera capacidad para adecuarse a las nuevas condiciones del entorno, y en la ventaja de contar con un candidato capaz de ejercer un liderazgo eficaz.
Existen dos casos que pueden ilustrar estas alternativas: el triunfo de José Luis Rodríguez Zapatero y el PSOE en las elecciones españolas del 14 de marzo de 2004, y el de Bill Clinton y el Partido Demócrata en los comicios estadounidenses de 1992.
El regreso del PSOE al Palacio de la Moncloa ha sido una de las historias políticas más controvertidas en años recientes. A unas semanas de las elecciones, la mayoría de las encuestas daban por hecho la reelección del Presidente José María Aznar, del entonces gobernante Partido Popular. Tres días antes de la votación, los atentados terroristas del 11 de marzo en Madrid cambiaron todo el panorama. A la fecha no existe un consenso sobre lo que pasó, pero algunos estudios indican que las cuestionadas reacciones de la administración Aznar frente a la crisis fueron lo que motivó una mayor participación de electores de “izquierda” a favor al PSOE. Ese aumento, que se calcula pudo alcanzar un 8%, le habría dado la victoria a Rodríguez Zapatero.
En el caso de Bill Clinton, el regreso del Partido Demócrata a la Casa Blanca se dio tras doce largos años en la oposición. Las tres derrotas consecutivas que sufrieron, a manos de Ronald Reagan y George Bush padre, los convencieron de que tenían que replantear fundamentalmente las posturas tradicionales con las que los electores asociaban a los demócratas. Con base en una plataforma enfocada en la preocupación principal de los ciudadanos — ¡es la economía, estúpido!— y un gran carisma, Clinton logró llevar a su partido hacia el centro del espectro político para recuperar el poder en 1992.
Como señala Nagourney, la historia demuestra que los partidos que logran adaptarse mejor a los cambios, y desarrollar propuestas electorales relevantes y viables para los electores, son los que tienen mayores posibilidades no sólo de volver a ejercer el gobierno, sino de mantenerlo por largos periodos de tiempo. La historia indica que, para lograrlo, también es esencial contar con un candidato que encarne las nuevas ideas del partido; o, cuando menos, que sea capaz de “re-empaquetar” eficazmente las mismas propuestas de siempre.
En México, durante los próximos tres años vamos a poder comprobar cuál de nuestros principales partidos políticos es capaz de entender mejor los profundos cambios que están ocurriendo en nuestro país y el resto del mundo. El que lo haga, y desarrolle la mejor agenda de gobierno como base para una oferta electoral atractiva y factible, tendrá la ventaja. Sobre todo, el que logre contar con el candidato más sólido es el que seguramente estará en camino de llegar a Los Pinos.
Wednesday, July 01, 2009
FFAA
Javier Treviño Cantú
El Norte
1 de julio de 2009
Las guerras en Irak y Afganistán, la violencia en la frontera entre México y Estados Unidos, y la crisis en Honduras reflejan dos cosas: 1) los cambios en la función que juegan las Fuerzas Armadas (FFAA) nacionales en el escenario de la globalización; y, 2) la necesidad de contar con reglas claras para normar su actuación dentro del marco institucional. En México, ambas tareas siguen pendientes y, antes de que nos rebasen los tiempos sexenales, más vale que nos apresuremos a concluirlas.
Los atentados del 11 de septiembre de 2001 aceleraron algunos de los procesos que apuntaban hacia una redefinición del papel de las FFAA. En particular, al diluirse las diferencias entre los retos externos e internos a la seguridad nacional.
En el caso de Estados Unidos, por ejemplo, esto se manifestó en las políticas legalmente cuestionables que adoptó la administración Bush para conducir su “guerra global contra el terrorismo” y las campañas militares en Medio Oriente, así como en la creación del Comando Norte, el Departamento de Seguridad Territorial y la ASPAN.
Ahora, la administración Obama busca darle mayor peso estratégico —y, por lo tanto, presupuestal— a su capacidad para pelear guerras “irregulares” mediante tácticas de contrainsurgencia en sitios como Afganistán, además de enfrentar conflictos “tradicionales” con rivales como Rusia o China, “híbridos” y cyberespaciales.
Uno de los lugares donde podría aplicarse el nuevo enfoque militar contrainsurgente de Estados Unidos es en la frontera con México. El Washington Post dio por hecho el sábado pasado que el gobierno estadounidense enviará 1,500 efectivos adicionales de la Guardia Nacional. Lo único que ha retrasado la decisión, son las diferencias entre el secretario de Defensa, Robert Gates, y la secretaria de Seguridad Territorial, Janet Napolitano, respecto a quién definirá su misión, y quién aportará los recursos presupuestales.
La segunda razón que ha propiciado un cambio en el papel que desempeñan las FFAA en países como Honduras, o México, ha sido el desfase entre los avances para instaurar gobiernos democráticos, y la capacidad de producir leyes eficaces para responder con suficiente agilidad a las amenazas transnacionales que enfrentamos. Este desfase provoca peligrosas lagunas legales, que abren espacios para el uso discrecional de recursos institucionales fundamentales, incluyendo a las FFAA.
La situación en Honduras es paradójica. La deposición del Presidente Manuel Zelaya por el Ejército había sido considerada como un golpe de Estado, hasta que la secretaria de Estado estadounidense, Hillary Clinton, matizó el calificativo. El caso en efecto tiene aspectos muy confusos. El conflicto estalló después de que el general Romeo Vásquez, Jefe del Estado Mayor de las FFAA, se negó a obedecer una orden presidencial directa, por considerar que violaba la ley electoral. La Suprema Corte de Justicia le dio la razón, al ratificarlo en el cargo e instruirlo para deponer al mandatario hondureño, mientras el Congreso y todos los partidos validaron la decisión al nombrar un presidente interino.
La detención y expulsión a Costa Rica de Manuel Zelaya ha sido unánimemente rechazada. Sin embargo, más allá de la condena por una cuestión de principios, valdría la pena que la OEA, el Grupo de Río u otro organismo regional imparcial, determine en última instancia si la medida violó los preceptos legales de Honduras. El entramado institucional de ese país tiene características peculiares, y el aparente involucramiento de otros países en la consulta que buscaba realizar el Presidente Zelaya para impulsar su reelección, también deben ser considerados al momento de emitir un juicio definitivo.
Es importante despejar las dudas sobre la crisis hondureña, porque, en México, los huecos legales que amparan la participación de las FFAA en tareas de seguridad pública vinculadas al combate de la delincuencia organizada, siguen abiertos.
Las FFAA mexicanas han incrementado exponencialmente su participación en el esfuerzo para restaurar el orden en el país con base en mandatos jurídicos controvertidos, y entre cuestionamientos cada vez más intensos a nivel nacional e internacional sobre su apego al orden constitucional.
El pasado 19 de febrero, el General Guillermo Galván, secretario de la Defensa Nacional, dedicó parte del discurso que pronunció en el Día del Ejército a urgir un “debate legislativo para fortalecer las seis jurisprudencias emitidas por la Suprema Corte” que proveen sustento y otorgan competencia a las FFAA en la materia.
El Gral. Galván tiene razón. Las FFAA tienen un importante papel que cumplir en el desarrollo y la seguridad de nuestro país. No se trata, como concluye un desafortunado editorial del respetado diario El País, de que el Ejército simplemente se mantenga “calladito y encerrado en sus cuarteles”. Por ello, en la próxima legislatura, nuestros congresistas deben darle prioridad a un asunto pendiente, esencial para reforzar el endeble marco institucional de nuestro país.
El Norte
1 de julio de 2009
Las guerras en Irak y Afganistán, la violencia en la frontera entre México y Estados Unidos, y la crisis en Honduras reflejan dos cosas: 1) los cambios en la función que juegan las Fuerzas Armadas (FFAA) nacionales en el escenario de la globalización; y, 2) la necesidad de contar con reglas claras para normar su actuación dentro del marco institucional. En México, ambas tareas siguen pendientes y, antes de que nos rebasen los tiempos sexenales, más vale que nos apresuremos a concluirlas.
Los atentados del 11 de septiembre de 2001 aceleraron algunos de los procesos que apuntaban hacia una redefinición del papel de las FFAA. En particular, al diluirse las diferencias entre los retos externos e internos a la seguridad nacional.
En el caso de Estados Unidos, por ejemplo, esto se manifestó en las políticas legalmente cuestionables que adoptó la administración Bush para conducir su “guerra global contra el terrorismo” y las campañas militares en Medio Oriente, así como en la creación del Comando Norte, el Departamento de Seguridad Territorial y la ASPAN.
Ahora, la administración Obama busca darle mayor peso estratégico —y, por lo tanto, presupuestal— a su capacidad para pelear guerras “irregulares” mediante tácticas de contrainsurgencia en sitios como Afganistán, además de enfrentar conflictos “tradicionales” con rivales como Rusia o China, “híbridos” y cyberespaciales.
Uno de los lugares donde podría aplicarse el nuevo enfoque militar contrainsurgente de Estados Unidos es en la frontera con México. El Washington Post dio por hecho el sábado pasado que el gobierno estadounidense enviará 1,500 efectivos adicionales de la Guardia Nacional. Lo único que ha retrasado la decisión, son las diferencias entre el secretario de Defensa, Robert Gates, y la secretaria de Seguridad Territorial, Janet Napolitano, respecto a quién definirá su misión, y quién aportará los recursos presupuestales.
La segunda razón que ha propiciado un cambio en el papel que desempeñan las FFAA en países como Honduras, o México, ha sido el desfase entre los avances para instaurar gobiernos democráticos, y la capacidad de producir leyes eficaces para responder con suficiente agilidad a las amenazas transnacionales que enfrentamos. Este desfase provoca peligrosas lagunas legales, que abren espacios para el uso discrecional de recursos institucionales fundamentales, incluyendo a las FFAA.
La situación en Honduras es paradójica. La deposición del Presidente Manuel Zelaya por el Ejército había sido considerada como un golpe de Estado, hasta que la secretaria de Estado estadounidense, Hillary Clinton, matizó el calificativo. El caso en efecto tiene aspectos muy confusos. El conflicto estalló después de que el general Romeo Vásquez, Jefe del Estado Mayor de las FFAA, se negó a obedecer una orden presidencial directa, por considerar que violaba la ley electoral. La Suprema Corte de Justicia le dio la razón, al ratificarlo en el cargo e instruirlo para deponer al mandatario hondureño, mientras el Congreso y todos los partidos validaron la decisión al nombrar un presidente interino.
La detención y expulsión a Costa Rica de Manuel Zelaya ha sido unánimemente rechazada. Sin embargo, más allá de la condena por una cuestión de principios, valdría la pena que la OEA, el Grupo de Río u otro organismo regional imparcial, determine en última instancia si la medida violó los preceptos legales de Honduras. El entramado institucional de ese país tiene características peculiares, y el aparente involucramiento de otros países en la consulta que buscaba realizar el Presidente Zelaya para impulsar su reelección, también deben ser considerados al momento de emitir un juicio definitivo.
Es importante despejar las dudas sobre la crisis hondureña, porque, en México, los huecos legales que amparan la participación de las FFAA en tareas de seguridad pública vinculadas al combate de la delincuencia organizada, siguen abiertos.
Las FFAA mexicanas han incrementado exponencialmente su participación en el esfuerzo para restaurar el orden en el país con base en mandatos jurídicos controvertidos, y entre cuestionamientos cada vez más intensos a nivel nacional e internacional sobre su apego al orden constitucional.
El pasado 19 de febrero, el General Guillermo Galván, secretario de la Defensa Nacional, dedicó parte del discurso que pronunció en el Día del Ejército a urgir un “debate legislativo para fortalecer las seis jurisprudencias emitidas por la Suprema Corte” que proveen sustento y otorgan competencia a las FFAA en la materia.
El Gral. Galván tiene razón. Las FFAA tienen un importante papel que cumplir en el desarrollo y la seguridad de nuestro país. No se trata, como concluye un desafortunado editorial del respetado diario El País, de que el Ejército simplemente se mantenga “calladito y encerrado en sus cuarteles”. Por ello, en la próxima legislatura, nuestros congresistas deben darle prioridad a un asunto pendiente, esencial para reforzar el endeble marco institucional de nuestro país.
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