Javier Treviño Cantú
Publicado en la revista Conocimiento
Enero de 2009
La era de la transformación
Reflexionar acerca de conceptos como el poder y la política representa un ejercicio que, si bien implica referirse a términos conocidos y hasta cierto punto “familiares” que en diversos sentidos no han cambiado a lo largo de la historia, también nos lleva a reconocer la notable transformación que su significado está adquiriendo en la actualidad.
En este contexto, el concepto del poder político en el mundo “occidental” ha formado parte de una larga tradición del pensamiento moderno, que sobre todo se basaba en la acción de gobierno como una relación formal y legítima de mandato-obediencia entre gobernantes y gobernados, a través del poder concedido por la libre voluntad de los ciudadanos. Esta concesión del poder ciudadano al gobierno elegido democráticamente, se debía a la necesidad primordial de construir y mantener un orden que, ante todo, evitara el conflicto para garantizar una paz duradera.
La existencia de estas condiciones básicas eran referentes indispensables para la gobernabilidad de una nación. Por lo tanto, la gobernabilidad hace alusión a las capacidades requeridas a los gobiernos (ya sean éstas jurídicas, fiscales, administrativas, de diseño de políticas o de autoridad política) para dirigir a sus respectivas sociedades.
En la actualidad, los conceptos que sustentan la base de la doctrina del poder del Estado moderno están transformándose para adecuarse a los nuevos tiempos, caracterizados por la velocidad y la constancia del cambio como factor estructural de la acción de gobierno.
La “fragmegración” del poder
El reconocido politólogo estadounidense James N. Rosenau acuñó hace algún tiempo el concepto de la “fragmegración”, para tratar de sintetizar una de las paradojas de las tendencias asociadas a la globalización. En síntesis, se refería a los procesos simultáneos que estaban propiciando una fragmentación de los espacios de decisión política a escala global y, a la vez, una concentración de los efectos de dichos fenómenos a nivel local. Eventualmente, este análisis contribuiría al desarrollo de la idea de lo “glocal” como referente fundamental de la nueva realidad que se vive.
Este mismo concepto resulta útil para reflexionar sobre algunos de los cambios observados respecto a la noción de lo que constituyen el poder y la política. En el caso del primer concepto, por ejemplo, lo que se ha registrado es una tendencia a la fragmentación del poder que anteriormente detentaban en forma cuasi exclusiva los Estados en el escenario internacional, y los gobiernos centrales en los países, junto a una revalorización de los distintos tipos de poder que debe contemplar e integrar un Estado determinado para promover sus intereses o alcanzar un fin específico.
En el turbulento paso del siglo XX al XXI, desde hace aproximadamente dos décadas la globalización ha traído consigo un nuevo paradigma no sólo conceptual, sino principalmente operativo, que está llevando a la redefinición de nuevas reglas de convivencia política, económica, social y cultural para todos. A su vez, el poder se ha fragmentado ante el surgimiento de nuevos actores, formales e informales, con capacidad de ejercer influencia significativa sobre otros grupos políticos, económicos, sociales y culturales.
Por una parte, el poder geopolítico está pasando por un desplazamiento relativo de “occidente a oriente”, de los países más desarrollados hacia las llamadas “potencias emergentes”, por el crecimiento económico acelerado que han registrado en los últimos años países como China o la India, así como aquellas otras naciones en desarrollo que hoy se concentran en el “Grupo de los 20”, incluyendo a México.
A pesar de que se considera que Estados Unidos sigue siendo la única “superpotencia” mundial por su predominio militar, y que la Unión Europea constituye un caso particular por su dimensión “supranacional”, los nuevos equilibrios de poder económico y financiero a escala global han conducido a que los países agrupados en la cuenca oriental del Pacífico ganen mayor poder, frente a los que se ubican tradicionalmente en el occidental Atlántico.
Por otra parte, si bien los Estados siguen siendo los actores predominantes del sistema internacional, es un hecho que su poderío también ha dejado de ser exclusivo frente a un amplio número de actores no-gubernamentales con una evidente capacidad de influencia. Sin afán de hacer un listado exhaustivo, cabría mencionar entre ellos a las grandes empresas de alcance global; los medios de comunicación con una cobertura igualmente global; individuos “superempoderados”, ya sea por sus capacidades financieras, como Bill Gates de Microsoft, o por su condición de “celebridades con conciencia social”, como el cantante Bono, cuyos respectivos esfuerzos, por ejemplo, han contribuido a replantear toda la agenda de cooperación internacional hacia África; y organizaciones sociales dedicadas a la promoción o defensa de temas específicos, como los derechos humanos en el caso de Amnistía Internacional, o Greenpeace en el de la protección del medio ambiente.
Desafortunadamente, a este listado es necesario añadir el de otros actores no-legítimos, pero con un indisputable poder “fáctico”, como sería el caso —entre otros— de las organizaciones terroristas y criminales transnacionales.
A la vez que ello ocurre en el escenario mundial, el poder que anteriormente detentaban a nivel nacional en forma casi exclusiva los gobiernos centrales, ahora es “compartido” por otros actores, tanto legítimos como fácticos. Así, en el caso de nuestro país, por ejemplo, durante los últimos 20 años el poder prácticamente omnímodo que alguna vez detentó la Presidencia de la República se ha “atomizado”.
En la actualidad, el Gobierno Federal comparte y, por lo tanto, debe establecer nuevos equilibrios de poder con las dos cámaras del Congreso de la Unión, el Poder Judicial de la Federación, así como con un creciente número de instituciones autónomas, como sería el caso del Banco de México o el Instituto Federal Electoral. Lo hace igualmente con todos los gobiernos de los Estados y, también, de algunos Municipios que, por su dimensión territorial o demográfica, detentan un peso específico significativo y —por supuesto— los partidos políticos.
En ciertos ámbitos, su poder de decisión incluso debe considerar la influencia de actores externos, señaladamente el de países como los Estados Unidos, por los estrechos vínculos existentes en materia económica y comercial, social y, en forma cada vez más notable, de seguridad regional; o el de los múltiples organismos multilaterales al que pertenece, así como el de las instancias jurídicas internacionales a los que se ha sometido por voluntad soberana, como sería el caso de la Corte Interamericana de Derechos Humanos.
A la vez, también debe competir con las versiones equivalentes a nivel nacional de los mismos actores legítimos que hoy conforman el sistema mundial —empresas, medios de comunicación, organizaciones sociales y ciudadanía empoderada por las tecnologías de la información y comunicación instantánea—, al igual que los poderes fácticos, en especial las organizaciones del crimen organizado, dispuestas a retar la soberanía y el monopolio legítimo de la fuerza por parte del Estado.
En lo que respecta a los tipos de poder, en este mismo tiempo la noción ha dejado de enfocarse únicamente en sus aspectos “duros”, para dar paso a la concepción de un “poder suave” y, en especial, de un “poder inteligente” que idealmente permitiría ambas cualidades.
Históricamente, el poder nacional se ha relacionado con factores “duros”, como sería la dimensión demográfica de un Estado, su extensión territorial y/o ubicación geopolítica, el tamaño o eficiencia de su economía y capacidad comercial, su disponibilidad o acceso a recursos naturales estratégicos y, sobre todo, su fuerza militar. Estos elementos siguen determinando en buena medida el poder en la actualidad. Sin embargo, la globalización también ha hecho que cobren mayor importancia otros aspectos, considerados como “suaves” por estar vinculados al aspecto cultural de una sociedad.
En este sentido, destacados autores han insistido en que la diferencia radicaría no en la capacidad con que cuente un Estado determinado para imponer sus intereses o lograr sus objetivos mediante el uso directo de la fuerza o acciones coercitivas de otra naturaleza, sino de hacerlo a través del convencimiento generado por el aprecio y respeto de otros actores debido a cuestiones como la calidad de sus instituciones, la legitimidad de sus acciones respecto a la consistencia de sus valores, o la capacidad de proyectar la vitalidad de su cultura a través de una vigorosa diplomacia pública. En suma, a su “poder suave”.
Ahora, desde los círculos académicos y los gobiernos de algunos países, también se plantea que la suma o la aplicación de estas dos capacidades en forma integral, derivaría en un “poder inteligente”.
Descentralización política y administrativa
Desde finales del siglo XX, el Estado moderno, tal y como se constituyó en los últimos tres siglos, inició un proceso de cambio que le permitiera adecuarse a las nuevas condiciones y recuperar los espacios cedidos y el poder perdido frente a otros actores; en otras palabras, la gobernabilidad. Ante las crisis económica y fiscal de la décadas de los ochenta y los noventa, a la que se enfrentaron varias economías en el mundo, incluyendo a México y otras de América Latina, comenzó a discutirse la necesidad de impulsar una reforma del Estado.
Si bien la discusión se centraba en la legitimidad de los gobiernos; ahora también importaba, y quizá aún en mayor grado, su capacidad para gobernar o su eficacia directiva para administrar de manera eficiente el bien común y garantizar servicios públicos de calidad.
La descentralización política y administrativa fue la respuesta que muchos países adoptaron como punto de partida de sus respectivas reforma del Estado. Los tipos y grados de descentralización, o desconcentración, han variado ante la multiplicidad de casos que se han registrado en el mundo. No obstante, debido a que en un inicio la discusión fue impulsada y dirigida particularmente por organismos financieros internacionales —como el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional y la OCDE—, esta primera generación de cambios estuvo marcada por un carácter homogéneo de los mismos, ya fueran éstos adoptados por países desarrollados o en desarrollo, en el marco del llamado Consenso de Washington, el cual propugnaba por otorgar prioridad a la dimensión financiera de la crisis del Estado, sobre todo a la apertura comercial y el ajuste fiscal, a través de la simplificación administrativa y la reducción del aparato gubernamental.
A fines de los años noventa, la experiencia de algunos países dio cuenta de que más que un Estado disminuido, se requería de un Estado reconstituido con base en sus propias capacidades y posibilidades. Por lo tanto, la segunda generación de reformas adquirió un carácter heterogéneo que, al menos en una buena parte de los países de América Latina, se concentró en tres puntos específicos: la consolidación de la democracia, el crecimiento económico, y la reducción de la desigualdad social, quedando claro que el desarrollo institucional era la base sobre la que habría que edificar el desarrollo económico de los países latinoamericanos.
Para lo anterior, se proponía la reforma del aparato administrativo hacia nuevas formas de gestión pública, partiendo del reconocimiento de la gran brecha que existe entre los políticos y los administradores; entre los diseñadores de la política pública y aquellos responsables de ponerla en práctica; es decir, entre la formulación de políticas y la implementación de las mismas. La falta de comunicación y de coordinación entre estos dos nodos de poder gubernamental ocasionaba ineficacia, ineficiencia y servicios públicos de mala calidad, con el consecuente descontento de los ciudadanos.
La descentralización fue entonces vista como la opción más viable para poder zanjar esta brecha entre políticos y operadores, redimensionar el aparato gubernamental, reducir costos, delegar responsabilidades hacia unidades de gestión más pequeñas (ya sea estatal, municipal y/o local), a partir del reconocimiento de que entre más cerca se esté del conflicto que se quiere resolver, mejor se conocerán sus posibles soluciones. Ello ha llevado a la consideración del empoderamiento y responsabilización de la ciudadanía como forma de solución de los problemas públicos.
Desde esta óptica, la acción del gobierno está buscando tener mayor claridad acerca de aquellos criterios relevantes que le permitan juzgar su eficacia, su eficiencia y la calidad de los servicios que ofrece a través de la consideración de los siguientes elementos: 1) qué se hace; 2) quién lo hace; 3) cómo lo hace, 4) con cuántos recursos lo hace y, lo más importante, 5) para quién lo hace. Este proceso de planeación y evaluación ha dejado claro que los funcionarios públicos se encuentran frente a relaciones inter e intragubernamentales cada vez más complejas, producto de la convivencia simultánea de procesos de descentralización, regionalización y globalización.
Gobernabilidad corresponsable y gobernanza
Ello ha traído consigo la natural dispersión en la toma de decisiones, que sólo habrá de encontrar solución a través de la coordinación horizontal y/o vertical de políticas en el gobierno, de marcos legales claros y acotados, de la transparencia en la acción del gobierno y de la rendición de cuentas claras a la sociedad. Pero, más importante aún, de una nueva concepción del poder a través de la concesión del mismo a la ciudadanía por medio de su participación en los asuntos públicos, tanto desde el punto de vista financiero, como de gestión, e inclusive del diseño y formulación de las políticas públicas. Por lo tanto, las nuevas formas de acción del gobierno que aluden a sus nuevas capacidades, y en específico al proceso de gobernar, deben incorporar la gobernabilidad y la gobernanza, a través de la participación responsable de la ciudadanía en la solución de los asuntos públicos. Con ello, la antigua consideración del poder político como garante de una gobernabilidad orientada a lograr una paz absoluta y un orden estricto, parece haber quedado rebasada.
Justamente aquí es donde reside el nuevo poder de la política: en construir los canales y los mecanismos institucionales y legales que promuevan, bajo este enfoque de gobernanza, nuevas formas de gestión de los asuntos públicos con base en la participación ciudadana, y la de los nuevos y múltiples actores que se entrelazan en un mundo regido por el cambio constante y la convivencia con el conflicto constructivo y promotor de mejoras continuas. En este sentido, más que frente a la fragmentación del poder, estaríamos ante un nuevo escenario determinado por el poder compartido, entendido como sinónimo de corresponsabilidad política y ciudadana.
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