Javier Treviño Cantú
El Norte
13 de mayo de 2004
La política exterior de México parece haber perdido la brújula. Después del "bilateralismo multilateral" -¿o era "multilateralismo bilateral"?- de la época de Jorge G. Castañeda, no se ha logrado definir un nuevo hilo conductor que oriente las acciones de nuestro país en el mundo.
Ante el reciente conflicto diplomático con Cuba, las dudas sobre el sentido y propósito de la diplomacia mexicana se han agudizado. La intención de que México tuviera un papel más "activo" en el escenario internacional se explicaba por la llegada de la alternancia en el poder. México era una democracia "hecha y derecha", por lo que ahora podíamos promover causas como la defensa de los derechos humanos en donde nos conviniera.
Se decidió buscar un lugar en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, sin pensar que las posturas que tendríamos que adoptar afectarían las relaciones bilaterales con Estados Unidos y otros países. Incluso se llegó a considerar que podíamos convertirnos en mediadores para resolver conflictos como el que sostienen desde hace más de medio siglo las dos Coreas.
Esta visión "dinámica" de nuestra política exterior, sin embargo, no fue acompañada por una práctica diplomática eficaz. Nunca utilizamos lo que mi profesor de Harvard, Joe Nye, llama el "soft power" -el poder que tienen la cultura, los valores o la ideología-. Teníamos fuentes de poder: el que nos daba el prestigio ganado en el ámbito internacional por la prudencia y consistencia de nuestra política exterior, además de la riqueza de nuestra cultura. Pero decidimos perseguir nuestros nuevos fines con malos modales y muy poco tacto.
En estos últimos años se han generado fricciones innecesarias con países como Repúbica Dominicana, a quien le arrebatamos el lugar que ya tenía asegurado en el Consejo de Seguridad de la ONU. Con Estados Unidos, la falta de capacidad para definir una postura coherente tras los atentados del 11 de septiembre, la cancelación intempestiva de la visita programada en 2002 al rancho del Presidente Bush en Crawford, y la falta de decisión para sustentar la razón del rechazo a la guerra contra Iraq, llevaron la relación bilateral a uno de sus puntos más bajos en su historia reciente.
Hemos tenido enfrentamientos con Colombia y China por declaraciones poco afortunadas de altos funcionarios. Con Gran Bretaña se desató una tormenta diplomática en un vaso de agua, por la historia de los militares que exploraban las cuevas en Cuetzalan. A unos días de que se lleve a cabo la Cumbre de Guadalajara, nuestro Embajador ante la Unión Europea declaró que, si Europa no se decide a construir una verdadera relación con América Latina, el encuentro será "una farsa". Y, por supuesto, está el caso de Cuba, que representa el ejemplo más reciente de la falta de una racionalidad para determinar el sentido de nuestra política exterior.
Viendo el lamentable espectáculo mediático en el que se ha convertido nuestra relación con la isla, recordé las lecciones de Hans Morgenthau, uno de los teóricos más respetados del enfoque "realista", para explicar las relaciones internacionales. En su libro "Política entre las naciones: la lucha por el poder y la paz", Morgenthau identificó cuatro "reglas fundamentales" para que la política exterior contribuya a promover el interés nacional.
La primera es que la diplomacia debe despojarse de un espíritu de "cruzada". En casos como la defensa de los migrantes mexicanos a Estados Unidos, o la promoción del respeto a los derechos humanos en cualquier parte del mundo, nuestra diplomacia debe enfocarse a conseguir resultados tangibles con medios eficaces, y no con "cruzadas" morales contra molinos de viento.
La segunda regla es que los objetivos de la política exterior deben definirse en términos del interés nacional de un país. La pregunta en muchos de los conflictos diplomáticos y decisiones de política exterior de los últimos años es precisamente en dónde radica el interés de nuestro país. ¿Qué ganamos entrando al Consejo de Seguridad? ¿Qué interés tenemos en generar un conflicto, por causas poco claras, con Cuba? ¿Está en nuestro mejor interés nacional enfocarnos prácticamente de manera exclusiva en las relaciones con Estados Unidos?
La tercera regla es que la diplomacia debe observar el escenario internacional también desde el punto de vista de otros países. Quizás el ejemplo más claro, y costoso, de que México no ha hecho el intento por ponerse en los zapatos del otro sea el del acuerdo migratorio con el vecino del norte. Como lo relata en su reciente libro el ex Embajador Jeffrey Davidow, a pesar del compromiso del gobierno estadounidense para alcanzar una solución al reclamo mexicano, durante la visita de Estado a Washington unos días antes de los atentados terroristas de 2001 se intentó forzar la situación en el Jardín de las Rosas de la Casa Blanca para ponerle una fecha límite al acuerdo. El resultado fue la congelación del proyecto, aun antes de que la preocupación por su seguridad dominara completamente la agenda estadounidense.
La cuarta regla es que los países deben estar dispuestos a hacer concesiones en todos los asuntos que no sean esenciales para ellos. Para México, de nuevo, el problema es que no sabemos en dónde apretar ni en dónde aflojar, sencillamente porque no se ha logrado definir con claridad en qué consiste nuestro interés nacional.
Ya es hora de revisar las consecuencias de la acción política. Recuperar la prudencia, que es la virtud suprema de la política, puede ayudarnos a encontrar la brújula. Debemos ir más allá de la ética en abstracto y concentrarnos en lo que dicta la ética política. Hans Morgenthau era muy claro: no puede haber moralidad política sin prudencia, es decir, sin considerar las consecuencias políticas de cada acción.
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