Javier Treviño Cantú
El Norte
27 de noviembre de 2003
En 1997, cuando el PRI perdió por vez primera la mayoría en la Cámara de Diputados, comenzó una nueva relación entre los poderes Ejecutivo y Legislativo, a la cual pronto se sumarían el Judicial y otros actores políticos con una creciente capacidad de influencia: los Gobernadores de los Estados.
Esta etapa recibiría un nuevo impulso en el 2000, con la llegada del PAN a la Presidencia de la República. Desde entonces, el sistema político mexicano está en proceso de encontrar nuevos equilibrios. Sin embargo, las nuevas relaciones entre los tres Poderes, así como con los demás actores políticos, están determinadas por un juego que parece ser de "suma cero", en donde lo que ganan el Congreso y los otros actores lo pierde el Ejecutivo.
Quizás esto era inevitable, ante el gran poder que acumuló la Presidencia durante los años en que no existían verdaderos frenos ni contrapesos. En el escenario ideal, las facultades recuperadas por el Congreso y el Poder Judicial permitirían un verdadero equilibrio, en donde los tres Poderes, junto con los Gobiernos estatales, estuvieran dedicados a encontrar los mecanismos para compartir el poder y alcanzar los acuerdos que se necesitan para avanzar.
Lamentablemente, el terreno que ha perdido la Presidencia no ha sido aprovechado por los demás actores, y todos están enfrascados en una lógica de poder por el poder mismo, que no ha derivado en beneficios para el País.
Mientras el cinismo crece entre aquellos que se juran "foxistas de corazón", en el exterior existe una percepción cada vez más arraigada de la "disfuncionalidad" que afecta al sistema político mexicano.
El viernes pasado, Mary O'Grady, del influyente Wall Street Journal, comentaba el desaguisado en el que han convertido la nominación de Guillermo Ortiz para seguir al frente del Banco de México ("The Ortiz affair betrays Fox's weakness", 21 de noviembre). Este caso se suma a los muchos más en donde lo que impera son las señales cruzadas y una "ruptura" en la línea de mando, como lo describió el ex Canciller Jorge Castañeda en las páginas de este diario.
Lo que parece no entenderse es que, con cada fracaso en la operación política, lo que se pone en riesgo no es el "legado" del foxismo, sino a la propia institución presidencial. Ante su evidente debilitamiento, quizás sería provechoso que, durante las próximas vacaciones navideñas, los asesores presidenciales se tomaran la molestia de leer a Richard Neustadt, quien publicó en 1960 una de las obras más influyentes de la ciencia política moderna: "El Poder Presidencial".
En su libro, el recientemente fallecido politólogo de la Universidad de Harvard contradijo la idea generalizada de que la institución presidencial conlleva un gran poder en sí misma. De hecho, Neustadt consideraba que, en una democracia, la Presidencia es estructuralmente débil, ya que no tiene la capacidad de impulsar "unilateralmente" cambios en el aparato burocrático. El Presidente no es el director de una empresa, ni un general del ejército, cuyas órdenes deben ser obedecidas ciegamente por sus subordinados.
El Presidente es un actor más, con un gran poder, pero cuya efectividad depende de la capacidad personal para darle sentido y ejercerlo. Lo que cuenta no es el poder de imponer decisiones, sino el poder de persuadir a los demás actores de que hagan lo que tienen que hacer no sólo porque es mejor para el País, sino porque así conviene a sus propios intereses.
Para Neustadt, esta capacidad de persuasión del Presidente es determinante en un sistema en donde, más que una separación de poderes, hay una separación de instituciones que comparten poder, y se sostiene en tres pilares: las facultades y recursos propios de la institución presidencial, la reputación profesional del Presidente y su prestigio público.
En el caso de México, si bien la Presidencia ha perdido algunas facultades a expensas de los otros poderes y actores políticos, su peso sigue siendo enorme. Pero la capacidad de utilizar eficientemente los recursos a su disposición se ha visto afectada gravemente por la falta de planeación política y de resultados concretos en la formulación e instrumentación de las políticas públicas.
Esto ha hecho que la reputación profesional del titular del Ejecutivo haya ido perdiendo terreno entre sus interlocutores. La "inmolación" del ex Embajador de México en la ONU es tan sólo un pequeño ejemplo de la falta de respeto que sus interlocutores, internos y externos, parecen tenerle.
Queda sólo el tercer factor, el prestigio público, del cual todavía goza el Presidente de la República, dado que la mayoría de los mexicanos aún lo consideran como un hombre honrado y bien intencionado.
El fortalecimiento de la institución presidencial no sólo tendría que considerarse como un asunto de Estado, sino de seguridad nacional. El poder presidencial necesita los tres pilares. No basta con uno de ellos.
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