Javier Treviño Cantú
El Norte
18 de marzo de 2002
Más de cincuenta Jefes de Estado y de Gobierno de todo el mundo llegarán a Monterrey esta semana a dialogar sobre el financiamiento del desarrollo.
No se trata de un tema nuevo. Los preparativos de esta Cumbre iniciaron en junio de 1997. Cinco años de intenso trabajo diplomático nos confirman que las Naciones Unidas se mueven a una velocidad distinta a la de las nuevas fuerzas de la globalización.
En septiembre del 2000, la Asamblea General de las Naciones Unidas adoptó la Declaración del Milenio. Su objetivo principal es, para el año 2015, reducir a la mitad el porcentaje de las personas que viven en la pobreza extrema en el mundo. Se acordó también movilizar los recursos financieros necesarios para lograrlo. De eso trata, precisamente, la Conferencia de las Naciones Unidas que hoy se inicia en Monterrey.
Para fortuna del mundo, hay un elemento innovador en esta reunión: los Jefes de Estado y de Gobierno no estarán solos. Organizaciones de la sociedad, empresarios, legisladores y autoridades locales llevarán a cabo foros paralelos y participarán en las mesas redondas de discusión con los líderes gubernamentales y los dirigentes de la OMC, el Banco Mundial, el FMI y otros organismos de financiamiento regionales.
Es claro que los retos de la globalización no pueden ser enfrentados por un sistema que fue diseñado para el mundo de mediados del siglo XX. Se podría argumentar que los organismos encargados de la gestión de los asuntos económicos internacionales no estuvieron a la altura de las fuerzas de la interdependencia y mucho menos al nivel de las nuevas tendencias de la globalización. Por ello, es bienvenida la iniciativa de cambio.
El producto formal de la Conferencia será el Consenso de Monterrey, un documento que será firmado por los Jefes de Estado y de Gobierno, que establece una serie de compromisos que van desde la movilización de recursos internos, la atracción de corrientes financieras internacionales, el fomento del comercio internacional, el incremento de la cooperación financiera y técnica internacional para el desarrollo, la adopción de medidas para el alivio de la deuda externa, hasta el aumento en la coherencia y cohesión de los sistemas monetarios, financieros y comerciales internacionales.
El Consenso de Monterrey busca responder a una realidad devastadora: más de la quinta parte de la población mundial aún vive en la pobreza extrema, con menos de un dólar diario. La cuarta parte de los habitantes de los países en desarrollo siguen siendo analfabetos. En los países de bajos ingresos, en donde viven 2 mil 500 millones de personas, muere uno de cada 10 niños que nacen.
La principal característica del mundo de la globalización es la desigualdad; la brecha que se abre entre los pocos que tienen casi todo y los muchos que no tienen casi nada.
¿Cómo revertir esa tendencia? ¿Es un problema sólo de los países pobres? ¿O es un problema de todos? El reto es moral y humanitario. Pero también tiene un sentido más práctico y de interés común, que es especialmente evidente después de la tragedia del 11 de septiembre, y tiene que ver con las amenazas de nuestro tiempo: inseguridad internacional, falta de mercados, migraciones, contaminación, enfermedades, fanatismos y terrorismo.
Ante estos nuevos retos, el camino de la globalización dependerá de la solidez o la debilidad de las políticas públicas. Por ello será importante el Consenso de Monterrey y los acuerdos que se logren en cuatro áreas:
En primer lugar, los países en desarrollo deben hacerse responsables de crear las condiciones que hacen posible obtener recursos financieros. Es una gran responsabilidad intransferible. Ni más, ni menos. Los países tienen que ocuparse de formar instituciones nacionales eficaces; mantener el Estado de Derecho; la disciplina en la política macroeconómica; el gasto público orientado a la inversión en capital humano, educación básica y salud; un sistema financiero sólido y competitivo; un sistema de pensiones moderno que promueva el ahorro; una legislación clara que proteja los derechos de propiedad; y un entorno normativo que proteja eficazmente los derechos de los trabajadores y el medio ambiente.
En segundo lugar, el capital extranjero puede convertirse en un valioso complemento de los recursos que cada país genere internamente. Por ello, los países en desarrollo deben crear un entorno atractivo para la inversión extranjera directa. En el mundo de la globalización, grandes sumas de capital cruzan las fronteras nacionales instantáneamente. Para que los países puedan tener acceso a estos capitales se requiere certidumbre; dar a los inversionistas extranjeros un trato igual que el que reciben los nacionales; mejores normas de contabilidad, auditoría y gobierno corporativo; erradicación de la corrupción; infraestructura moderna; y eficiencia en la prestación de servicios.
En tercer lugar, los productos de los países en desarrollo siguen encontrando obstáculos para penetrar los mercados de los países ricos. Es necesario iniciar una nueva ronda de negociaciones comerciales multilaterales y eliminar las barreras comerciales para los productos industriales y agrícolas de los países en desarrollo. Todavía no se cumple con lo acordado en la Ronda Uruguay. Los productos agrícolas, por ejemplo, son objeto del proteccionismo extremo, arancelario y no arancelario. Se estima que los subsidios al sector agropecuario en los países ricos alcanzan los 350 mil millones de dólares, seis veces más que el monto que estos mismos países destinan para apoyar a las naciones en desarrollo.
En cuarto lugar, la asistencia oficial para el desarrollo se ha convertido en instrumento para hacer frente a las crisis humanitarias y es fuente de vida para países que no pueden atraer inversiones privadas, y que no son sujetos de contraer préstamos de fuentes comerciales. Sin embargo, se ha hablado de que Estados Unidos y algunos países europeos se oponen al acuerdo para incrementar sustancialmente la ayuda a países pobres que están luchando para cumplir las metas planteadas por la ONU de reducir a la mitad la pobreza mundial para el 2015. Los países desarrollados actualmente dedican en promedio 0.2 por ciento de su PIB a esta ayuda (equivalente a 50 mil millones de dólares), y la propuesta del Consenso de Monterrey es elevarla a 0.7 por ciento.
Mientras hoy se dedican miles de millones de dólares al esfuerzo bélico antiterrorista, las dudas permanecen: ¿no habría voluntad para invertir más recursos para el desarrollo, a fin de eliminar "caldos de cultivo" de violencia y resentimiento? ¿Cuál es el sentido de gastar una fortuna en realizar un evento de la magnitud de esta conferencia, cuando algunos opinan que no tiene caso destinar más recursos a una ayuda que, hasta ahora, ha resultado improductiva? ¿Para qué venir hasta Monterrey a sentarse en torno a una gran mesa y decirle a los pobres del mundo: mejor pongan su casa en orden y dedíquense a trabajar?
Es cierto que no se puede tirar el dinero; que los países pobres, por su propio atraso institucional, no tienen una mejor capacidad de darle un uso eficiente a los recursos. Por eso se debe empezar por ayudarles a diseñar programas para transparentar el manejo, uso, destino y resultado de la ayuda que reciban. El Consenso de Monterrey podría convertirse en el instrumento estratégico para lograrlo. Veremos los resultados dentro de unos días.
El autor fue Subsecretario de Relaciones Exteriores de diciembre de 1994 a enero de 1998.
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